viernes, 31 de diciembre de 2010

Vivir (II)

[...]

Porque siempre creí que todo sería distinto y me veo igual.
Porque cuando era pequeña me creía mis propios cuentos, pero nunca eran los demás los que me rescataban sino que yo era la rescatadora, y ahora siento que si no me rescatan me hundo.
Porque me pensé valiente y buena, y me veo cobarde y conformista.
Porque me quiero feliz, pero no sé cómo se alcanza la felicidad, y no sé si esto es felicidad o es un sucedáneo en polvo.
Porque quería viajar y ni si quiera salgo a pasear por mi barrio.
Porque no quería cadenas, pero están los demás.
Porque no quería, y me quieren.
Por eso mismo.

(Felicísimo año nuevo)

jueves, 30 de diciembre de 2010

Vivir (I)

Y entonces despertó.

Y se preguntó que había cambiado dentro de su cabeza, porque que estaba claro que algo había cambiado, y sin embargo más allá de los límites de su piel todo parecía igual. Todo igual, pero ahora revestido de una capa de absurdidad. De la noche a la mañana, tomado de forma literal, el sentido de las cosas había cambiado.

Peor aún, había desaparecido.

Vieja conocida de sus experiencias oníricas permaneció escondida debajo del edredón, esperando que la cordura regresara, adivinando en la oscuridad las formas geométricas de la tela que cubría su cabeza confundida. ¿Confundida? Más bien preclara, diría yo. Aterradoramente lúcida.

Entonces cometió el segundo error del día y se hizo a sí misma la pregunta: ¿Y que pensarán los demás? Probablemente ni siquiera entenderán la pregunta: ¿Que qué es vivir? ¿Pero que duda es esa? Vivir es lo que haces ahora y no hay nada más que esto.

¿De verdad? ¿De verdad no hay nada más que esto?...

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Puentes

Los puentes son lugares de transición perfectos. Sobre todo si son largos.

Te permiten ir de un lugar ya conocido, donde supuestamente eres lo suficientemente feliz como para hacer estallar globitos y tu vida es tranquila y no necesitas más de lo que tienes, a un lugar desconocido, parecido a otros en los que ya has estado pero en realidad único en su género, un lugar diseñado para ti aunque ni el propio lugar tuviera idea de que su razón de ser era acogerte.

Lo bueno de los puentes es que siempre están ahí, como lugar de referencia estático y perenne. Nadie puede moverlos de lugar o decir que no existen. Destruirlos es posible, pero seguirían quedando piedras de los cimientos dispersas a las que acudir y señalar con el ceño fruncido y exclamar con expresión censuradora que ahí había un puente y que haga usted el favor de dejar de tomarnos el pelo.

Caperucita ya no cruza puentes sin mirar. Hubo un tiempo en que los cruzaba decidida, sin mirar abajo, convencida de que lo importante no es lo que hay al otro lado del puente sino el hecho de cruzarlo. Pensaba que tener el valor de atravesar un puente ya lo decía todo sobre una: valiente, atrevida. Un poco estúpida, también.

Porque en realidad lo importante no es cruzar el puente, sino lo que hay al otro lado, y lo que hagas con ello. Porque la frontera entre la compañía y la soledad es delgadita, y el puente alcanza las dos fronteras, y si no tienes cuidado puedes plantar el pie en el lado equivocado.

La última vez Caperucita tuvo suerte y puso su pie izquierdo donde debía. De eso hace un año, y lo cierto es que aunque hubiera querido arrepentirse no ha tenido tiempo.

La felicidad es lo que tiene.

domingo, 24 de octubre de 2010

Bestia

El día que lanzó la zarpa a través de los barrotes me dí cuenta de que habíamos traspasado la línea y ya no había vuelta atrás.

Me miró a través de los barrotes con furia y violencia, con frialdad impersonal. La situación se había descompensado por completo, y aunque en un primer momento llegué a pensar que todo era por mi culpa, esos ojos me informaron de que en realidad yo sólo jugaba un papel secundario en la tragedia.

Mientras me limpiaba la sangre que manaba de las heridas en mi brazo, analicé la situación. En el estado de salvajismo que habíamos alcanzado no cabían las explicaciones, no serviría de nada que yo le mirara con los párpados caídos y le susurrara que me perdonara, que le explicara que yo nunca busqué esto.

Comprendí que lo único que quedaba por hacer era sacrificarse. Sacrificarme.

Volví sin nada entre mis manos. Abrí la jaula y me lancé a sus fauces, y recibí el primer latigazo de dolor como si fuera lluvia en verano. Cerré los ojos, y pensé por última vez que al final tú tenías razón.

Jamás debí dedicarme a alimentar tu ego.

lunes, 4 de octubre de 2010

Borrones

Como una niña enrrabietada le arrancaste el papel de tu vida de las manos, y en vez de escribir con lápiz para poder borrar tus errores agarraste en tu puño menudo un boli rojo mientras mirabas desafiante al mundo entero. Esta es mi vida, en ella sólo escribo yo, en ella sólo escribo con este boli de mierda que no escribe muy bien y todo termina por leerse borroso, pero es mi boli, podeis iros todos a freir espárragos.

El boli de mierda se destinta mientras escribes palabras estiradas, odias a la gente glandilocuente y te ríes de los egocéntricos y aquí estás, censurando con tu boli rojo palabras sencillas como cerca o tú, o incluso yo, para en su lugar escribir inoportuno, grandilocuente, egocéntrico. Tus manos parecen llenas de sangre pero en realidad es la puta tinta, cóge un boli nuevo, pídele a tu madre que te lave las manos, deja de garabatear mierda y pregúntale a alguien cómo puedes aprender a escribir.

Como sigas así, acabarás mal: de tu vida sólo quedara un papel mojado lleno de manchurrones rojos que no pudiste hacer desaparecer, y ya será demasiado tarde, no quedarán lápices ni borradores. Ni tú, ni yo.

martes, 14 de septiembre de 2010

Más

Porque resulta que, al final, no eres más que una persona más.

Mientras caminas por la calle, en la misma dirección que las otras personas que camina por la calle, no eres más importante que una piedrecita del suelo.

Mientras bajas por las escaleras del metro, hacia el mismo andén que las otras personas que bajan por las escaleras del metro, no vales más que esa baldosa de la pared.

Mientras te subes al metro, apretando tu cuerpo cansado contra los cuerpos cansados de las otras personas que suben al metro, no vales más que la persona que te atraviesa con la mirada buscando un punto detrás de tu cabeza y el final de sus pensamientos cansados.

Entérate, no vales nada.

Por tí mismo, no vales nada.

Vales lo que otros quieran que valgas.

Vales lo que otros quieran quererte.

---

- ¿Insinúas que sólo hay esperanza si alguien llora en tu funeral? Entonces lo llevo claro. Nadie lloraría en mi funeral.
- No digas esa cosas, yo lloraría en tu funeral.
- Tu llorarías en cualquier funeral.
- Y eso me convierte en la mejor persona que conoces.

miércoles, 4 de agosto de 2010

Yo colecciono hobbies estúpidos.

[...]

En aquella época, si hubiera tenido que escribir en una lista la gente que me importaba, ésta habría consistido en dos nombres: Bertaylolo y Anabel.

Bertaylolo era parte importante de mi vida desde que con cinco años, jugando en el patio del colegio con un avión de plástico, me tropecé y caí de bruces, con la boca abierta, y mi paleto izquierdo se precipitó contra la tierra y se marchó de viaje desgarrándome parte del paladar. Bertaylolo, ya por aquel entonces un ente propio, se arrojó a mi encuentro en el suelo y me abrazó con sus cuatro brazos mientras yo lloraba desconsoladamente, y me agarró fuertemente las dos manos (un trocito de Bertaylolo a cada lado) mientras me cosían la carne fuera de lugar. La parte masculina de Bertaylolo me enseñó a silbar por el agujero dejado por mi paleto izquierdo al partir. La parte femenina me regalaba helados de fresa para calmar el dolor de la cicatriz.

Anabel me escribía postales. No necesitáis saber nada más, porque yo tampoco necesitaba saber nada más. Por las mañanas, después de despertarme y desplazar la resaca a un punto indefinido por encima de mi ojo azul, y mirando fijamente con mi ojo marrón, me dirigía al buzón y buscaba la postal de Anabel. A veces sólo miraba la foto. A veces sólo miraba el "Te quiero, Anabel" con que solía firmar. Luego la colocaba en la pared, la enganchaba a algún marco de fotografía de forma precaria y me iba a duchar, y no volvía a pensar en Anabel hasta la mañana siguiente.

Exactamente un año después de recibir la primera postal, Bertaylolo apareció por casa. La parte femenina me dio un beso en la mejilla y corrió al baño (La tercera parte de Bertaylolo, aún sin sexo conocido, presionaba su vejiga con urgencia). La parte masculina se dedicó a cotillear las postales y, sin pedir permiso, seleccionó una y comenzó a leer el texto escrito a mano en la cara posterior.

-Adabelez...
-Hmm.
-¿Quien es Julián?
-¿Hmm?
-Esta postal es Para Julián. ¿A que juegas, estúpido?

No lo sabía muy bien, la verdad. Pero contesté de todas formas.

[...]

domingo, 1 de agosto de 2010

Raíces

Que su cuerpo estaba hecho de semillas y tierra, ella ya lo sabía.

Pero creyó, ilusa, que podría convertirle en tierra fértil, darle alma y transformarle en vida, como buscando una justificación para su propia carencia de urgencia vital.

Solía disfrutar observando su perfil mientras estaban sentados en el sofá, él mirando al frente, ella mirándole a él, los dos en silencio hasta que ella se ponía hablar de arte y de ciencia, y aunque él no daba ninguna señal de estar escuchándola ella sentía que sus palabras entraban por el conducto auditivo externo y empapaban sus células, como el agua de regar empapa una tierra ávida de alimento.

Eligió no ver las pequeñas raíces que comenzaron a crecerle a él en brazos y piernas y retiraba con un ademán indiferente las que tenía por toda la espalda, cuando conseguía que él se dejara abrazar.

Empezó a tener miedo, y utilizaba las palabras "juventud" e "inquietudes" como armas afiladas para huir cuando el olor a tierra podrida le invadía las fosas nasales. Él ni se inmutaba, permanecía sentado mirando al frente, y la mano que al principio se levantaba cuando ella ya estaba de espaldas, en un pequeño intento de retenerla junto a él, pasado un tiempo dejó de rebullir también.

Un día, ella se despertó y, asustada porque él no estaba durmiendo a su lado, se levantó y corrió hasta el sofá. Se limitó a morderse el labio inferior cuando se dio cuenta que la tierra y las semillas era todo lo que quedaba. Y se permitió llorar una lágrima o dos, antes de hacer las maletas y cerrar la puerta detrás de sí, con aire de condena irrevocable.

jueves, 22 de julio de 2010

Alergia

- Buenos días, doctor.
- Buenos días, Caperucita. Ven, siéntate, estamos viendo un caso... Pero, ¿y esos ojos rojos?
- Alergia, doctor.
- ¿En Julio? ¿Alergia?
- Alergia, doctor.
- ¿Alergia a qué?
- A las despedidas, doctor. Alergia a las despedidas.

lunes, 19 de julio de 2010

Julio

Obligada por el régimen estricto del toque de queda en mi casa, no salía con mis amigas los fines de semana.

Me inventé, movida por el aburrimiento, juegos estúpidos. Imaginaba formas de suicidarme, cerraba los ojos y respiraba hondo, como si buscara el olor a lluvia en el aire, y luego me sentaba en el suelo a escribir en mi cuaderno de tapas floreadas...

Me escurría hacia el fondo de la bañera mientras mi sangre dejaba caminos brillantes en la pared blanca del baño.

Agarraba los lados de la ventana y miraba el precipicio que descendía hasta el patio de vecinos, y dentro de mi cabeza gritaba ¡eres incapaz de hacerlo!, una y otra vez, hasta que me dolían las manos de la tensión y me dejaba ir, llorando en el suelo de mi habitación.

Cogía el teléfono y marcaba tu número, y protegida por un modelo antiguo sin identificación de llamadas te escuchaba preguntar, ¿quien es? una o dos veces y luego me hundía en el silencio que se formaba entre los dos. Siempre colgaba yo primero.

La vida es aburrida, cíclica. Crees que has superado tu adolescencia pero es mentira, tu adolescencia vuelve a ti de vez en cuando, y te toca mirarle a la cara y enseñarle tus cicatrices, y decirle que lo has superado, aunque sea mentira, pero ahora has aprendido a mentir, ahora te crees tus propias mentiras.

domingo, 18 de julio de 2010

Relativo

Trabajaba allí con un entusiasmo desmesurado. A la gente le parecía un comportamiento inusual, me preguntaban qué era lo que me motivaba tanto de un trabajo que aportaba pocas satisfacciones y suponía tanto esfuerzo, pero yo en mi ignorancia bendita me limitaba a encojerme de hombros y sonreír apaciblemente.

Aquella máquina fue mi perdición. Me fascinó desde el primer momento, con su brillo de recién salida de la fábrica y su silencio de engranajes perfectamente lubricados. Me dediqué a ella en cuerpo y alma, me esforzaba por tratarla bien y mantenerla en un estado impecable. El resto de mis compañeros hacía uso de ella con indiferencia, y a veces incluso con desprecio, como si por ser una máquina discreta y eficaz mereciera ser maltratada. Yo solía hacerme el ciego cuando volvía de las manos de otro trabajador sucia y ligeramente destartalada, y me limitaba a intentar dejarla lo mejor posible.

Hasta que un día un compañero tuvo la indecencia de llamarla "trasto inútil" delante de mí, y ya no pude controlarme. Le grité y le insulté, y no llegué a agredirle porque otros trabajadores de la nave consiguieron detenerme a tiempo. Pensé que los demás me comprenderían cuando repetí varias veces las palabras que escupió el majadero, pero nadie se solidarizó conmigo. Algunos acudían interesados y me preguntaban si había hablado mal de mi familia, y cuando les explicaba que era el honor de mi máquina el que había sido ultrajado fijaban sus ojos vacíos en mí unos segundos y se marchaban sacudiendo la cabeza como si me hubiera vuelto loco.

Ese mismo día me quedé solo en la nave industrial después del cierre, y me senté delante de mi preciosa máquina, que se mostraba un poco ajada por el uso y que se me antojaba un tesoro incalculable y me di cuenta de que esa masa de metal era mi todo. Más allá de ella no había nada, yo no tenía nada. Antes de su llegada yo estaba hueco por dentro y esa pequeña obra de ingeniería se había presentado ante mí llenando mi vida y otorgándome un objetivo vital. Nadie sería capaz de entenderlo jamás, porque nadie estaba tan vacío como yo. Me levanté, desconecté la máquina y la cogí entre mis brazos.

Tardaron tres días en darse cuenta de nuestra ausencia.

lunes, 12 de julio de 2010

Lo aprendí de las zarigüeyas

La única forma de salir sana y salva de una confrontación es haciéndote la muerta.

Muy bien, si esto va a ser así, que no esperen una opinión mía en lo que me queda de capacidad mental.

Un "lo que tú digas" debería bastar para que me dejen en paz.

Ningún vencedor, ningún vencido. Ninguna pelea. Nunca más.

miércoles, 30 de junio de 2010

De cómo alcanzarte, y no.

Está oscuro y frío. Lo único que soy capaz de sentir, más que ver, son los muros que se alzan a mi alrededor y la pared que se esfuma para señalarme el camino.

Se me clavan las piedrecitas sueltas del suelo en la planta de los pies. Fantástico. No sólo no tengo ni idea de dónde estoy, encima estoy descalza.

Pies descalzos que avanzan sin hacer ruido sobre la gravilla. Manos heladas que avanzan palpando la pared. Que frío hace.

Poquito a poco me muevo hacia delante. Tengo miedo, no sé dónde estoy, no sé que hago aquí, tengo miedo.

Una piedra afilada roza mi piel, corta mi piel, mi piel sangra.

No puedo más, me dejo caer al suelo con la espalda apoyada en la pared, y rompo a llorar. Jefe, jefe, te gimo de repente, qué demonios pasará por mi cabeza.

Entonces oigo tu voz. Estas ahí, tan cerca, justó detrás de mí. Justo detrás de la pared. Tú también me llamas.

Jefe, jefe. Donde estás, te necesito, donde estás, te quiero aquí. A lo mejor si me levanto, a lo mejor si camino puedo llegar hasta ti. Caminamos en la misma dirección, yo cojeo mientras palpo la pared, mientras intento sentir tu calor a través del muro de hormigón. Pero yo llego a un giro a la izquierda, y tu me informas del callejón sin salida delante de ti.

Pequeño, pequeño, esto es un maldito laberinto, un laberinto lleno de frío y miedo, no nos encontraremos jamás.

Deja de llorar, Caperucita. Nos vemos en el centro. Y echas a correr en la otra dirección.

De nada sirve llamarte porque ya estás muy lejos. De nada sirve quedarme aquí si tu ya te has ido. Cojo el giro a la izquierda, y como una cieguita camino lento por el pasillo.

Pero pasa el tiempo, y llego a un callejón sin salida, y corro y me giro, y vuelvo a ninguna parte.

No oigo nada, y no veo nada, y me desespero. Chillo tu nombre y me respondes, con una caricia, con un beso.

Estoy a tu lado en la cama, y todo ha sido un sueño, y no.

jueves, 17 de junio de 2010

Sintaxis

Te invité a ir al cine conmigo.

Me preguntaste qué ponían.

No entendiste que la palabra importante no era cine, sino conmigo.

jueves, 10 de junio de 2010

Pásame ese micrófono

Con cinco años fuí O.

El disfraz consistía en una túnica azul con donuts plateados pintados sobre ella y un trozo de guirnalda navideña a juego con los donuts colocada a modo de corona en la cocorota. Me tocó aprender de memoria un texto hilarante (o no) sobre palabras que contenían numerosas Os, del cual ahora mismo sólo recuerdo una frase que afirmaba que las Os se pirran por el chocolate.

Eramos tres. Tres, y un micrófono. Lo que aquellas dos pazguatas no parecían comprender era que el micrófono me pertenecía a mí. Me había costado un cojón aprenderme aquella perorata y cuando nos subimos al escenario, los tres angelitos empezamos a soltar nuestro discurso con precisión y sin vacilar, pero mientras nos desgañitábamos yo luchaba con ansia por la posesión de aquel objeto pensando que si no lo rociaba con mis babas nadie oiría mi voz. Lo que yo no sabía es que esa escena estaba siendo grabada en video por nuestros padres, y que luego utilizarían la anécdota para afirmar que soy una mandona y una posesiva. Pero yo lo único que quería era que se oyera mi voz...

Unos años más tarde, mi padre me regaló un reproductor de cassettes que a mi se me antojaba mágico. Tenía un botón rojo donde ponía REC y, señores, ¡un micrófono! ¡para mí solita! y grababa todas las tonterías que a mi se me antojaba chillar por él. Por aquel entonces ya observé que los micrófonos tenían tendencia a volverme majareta, y además transformaban mi voz en una especie de silbato para perros, se volvía aguda y desagradable. Con mi egocentrismo infantil, asumí que la culpa era del cacharro y no le dí mas importancia.

Sin embargo, con diez años se me presentó la oportunidad de volver a los escenarios, cuando mi grupo de Scouts se presentó a una especie de festival de la canción para raritos. Decidieron colocar a uno de los enanos en primer plano leyendo una especie de carta cuyo contenido, una vez más, no recuerdo, y me eligieron a mí porque al parecer era la única de los enanos que sabía leer decentemente. Me hizo ilusión que me eligieran porque yo era de las tímidas y las niñas tímidas nunca hacen nada interesante, así que aquel día subí al escenario henchida de orgullo y con el papel, arrugado de tanto manejarlo, en la mano. Me coloqué en el centro del escenario, y comencé a hablar. Y lo que se oyó por los altavoces fue el silbido. La lectura me salió estupendamente, pero cuando la gente me felicitaba terminaba con versiones de la frase "el micrófono te ponía la voz rara".

Me prometí a mi misma no volverme a colocar delante de una multitud detrás de un micrófono, y hasta ahora lo he conseguido, y soy feliz...¿Eh? ¿Que por qué te he soltado este rollo? No seas imbécil. Has sido tú el que ha dicho que no entendía por qué me niego a ir al karaoke...

lunes, 7 de junio de 2010

Licenciados

Hoy es un día complicado.

Debería sentirme contenta porque vosotros estáis contentos. Habéis acabado una etapa con éxito, y a todos nos gusta tener éxito, pero en estos momentos en vez de adularos como hacen todos me apetece dar rienda suelta a mi parte cruel e hiriente, y exclamar que ahora mismo prefiero bañarme en aceite hirviendo a escucharos hablar sobre lo felices que sois, y sobre todo, que acabéis diciendo que yo no tengo que preocuparme, que ya me llegará. Lo único que me faltaba para querer suicidarme es vuestra condescendencia.

Lo que más me molesta no es vuestra victoria, es mi derrota. No hay circunstancias atenuantes, no hay factores ambientales que modificaran mis actos. Fui yo, sólo yo, la que se dedicó a lo que no tocaba, la que fracasó (aquí sí, fracasé) y no alcanzó las metas que le correspondían. Con lo fácil que era llegar, ¿No?.

Enterrado bajo capas y capas de sentimientos malsanos como la envidia y de actitudes amargas como el cinismo, una vez más se esconde el miedo. Esta vez, para variar, es el terror a haberme creído más lista de lo que soy. Disfruto maltratandome a mi misma, y en ese comportamiento hay algo de exageración, como en todo lo que hago, pero hasta entonces viví rodeada de personas que tenían unas expectativas de mí que jamás llegué a satisfacer. Cómo me cuesta recordarme que yo no puse esas espectativas ahí, que las gente las construyó de la nada, y que en realidad yo no tengo que darle explicaciones a nadie.

Me doy asco, pero hoy no puedo decir "Enhorabuena". Al menos me estoy portando bien, y las palabras hirientes me las trago como un esputo.

A lo mejor por eso llevo todo el día con regusto amargo en la boca.

jueves, 27 de mayo de 2010

Cazar mariposas

Cuando yo me dedicaba a cazar mariposas con las manos, tú hacías lo que tocaba: aprender, engullir información, almacenarla como si te hubieran contratado de becario en una nueva biblioteca de Alejandría.

Yo te espiaba por el ojo de la cerradura, mientras doblabas tu espalda sobre los papeles desdibujándolos con tus rayajos, y no deseaba ser tú, te deseaba a tí.

Pero perseguí a las mariposas mas allá del camino marcado, y me perdí.

Cazar mariposas con las manos es algo que nunca conocerás, y tal vez así sea mejor, pero ahora me arrepiento de no haber abierto la puerta y haberme acercado por detrás a darte un abrazo y decirte: no te preocupes, pase lo que pase estaremos bien. Esto de quererte es para siempre.

martes, 25 de mayo de 2010

Ávila, 1994

La casa era una mierda de casa. Siempre hacía frío, hasta en verano, y cuando entrabas corriendo desde el jardín, sudando por el calor y por los juegos, de repente un dedo invisible te recorría frío la espalda. Te detenías en seco, cogías aire por entre los dientes, y luego volvías a huir al exterior.

El jardín era una mierda de jardín. Tenía dos niveles separados por un escalón y a un lado del mismo una escalerita patética hecha de trozos de piedra pizarra pegados con un cemento que duró dos días, y luego fueron diez años de rituales: gente descalabrándose y pataditas a las piedras para que se colocaran en su sitio mientras se entonaban cánticos blasfemos.

La hierba también era una mierda de hierba. Picaba, joder. ¿Dónde has visto tú que la hierba pique? Con ocho años y después de ver a Heidi revolcándose por esos mares verdes, no te esperas que a los diez minutos de tumbarte sobre tu manto suizo particular te empiecen a picar los brazos y las piernas desnudos como si las hormigas hubieran decidido cebarse sobre tu pequeño cuerpo.

La urbanización era una mierda de urbanización. Estaba perdida en medio del monte y sólo podías ir al pueblo (de mierda) cogiendo el coche. A monopatín, el camino se hacía un poco impracticable. La urbanización tenía piscina pero yo jamás la vi abierta, y para lo único para lo que servía era para que de vez en cuando los mayores nos repitieran una vez más una historia bastante regulera de ranas que salían del agua estancada.

Era una mierda, lo admito.

Pero lo echo de menos, qué pasa. Yo no quiero gusanos de seda en primavera, quiero las vacas aquellas observándonos plácidamente desde el otro lado de la verja. Quiero caballos asustados que arrastran a pequeñas amazonas por el bosque, ciegos, buscando su establo.

No quiero coger el autobús para ir de un lado a otro. Quiero no tener que ir a ningún lado, porque viene el panadero a las ocho de la mañana, y el verdulero a las 10, y la barbacoa estará lista en un rato.

No quiero las cuatro paredes de esta habitación, no quiero cambiarlas por las de la biblioteca, no quiero cambiarlas por las de un hospital. Quiero las estrellas sobre mi cabeza, y la hierba que rasca bajo mi espalda, y quiero comer moras y que me cuenten historias sobre dioses aztecas lanzándose a la hoguera que será el sol.

No, joder, no. No quiero crecer.

sábado, 22 de mayo de 2010

Desierto

Es un desierto, demasiado largo y demasiado estéril, como cualquier otro. A esta distancia un ojo extranjero no es capaz de captar los detalles sutiles, pero para alguien familiarizado con estas cosas mías, es obvio que este desierto es el de mi no-inspiración, y que aunque me mantengo tranquila caminando a través de él, en mi interior toda esta situación me tiene un poco desesperada.

¿Es culpa mía que ya no crezcan cosas aquí? El pequeño embrión literario al final ha resultado ser un aborto definitivo, y esto que tengo entre mis manos no es más que otra decepción que añadir a la lista.

No puedo decir que mi desierto sea completamente yermo. Pienso en escribir sobre la tristeza, sobre mi familia pero sin que parezca mi familia, sobre una discusión filosófica que casi acaba en desastre emocional, sobre una lenteja metida en una tarrina de helado cubierta por un algodón húmedo y cómo este es el regalo más cutre pero con más simbolismo que he hecho jamás, quiero escribir sobre mis miedos, quiero pero no me sale. Estas capas de arena arrastradas por un viento de origen desconocido y nuevo (yo juraría que antes por aquí no pasaba el viento), tapan y ahogan cualquier intento de ser original.

A lo mejor es que ya me he dado cuenta de que *no* soy original, y ese viento no es tal y en realidad soy yo soplando la arena suavemente, como si soplara las velas de mi última tarta de cumpleaños, y en realidad me gusta que de aquí no surja nada, me gusta sentirme vacía, me gusta no tener nada que aportar.

domingo, 9 de mayo de 2010

Culpable

- Declaramos al acusado culpable.

Y Andrés se echa a llorar delante de todo el mundo, mientras algunos le miran con desprecio y otros con condescencendia. Por fin el asesino confeso de Laura P. muestra algo de remordimientos, piensan, por fin parece entender dónde se ha metido, y que ya no hay vuelta atrás, y está arrepentido.

Confunden lágrimas de arrepentimiento con lágrimas de felicidad. Porque Andrés no llora porque se sienta mal, llora porque por fin la gente sabrá que tipo de persona es, ya nadie le mirará a la cara y creerá que ésta es el espejo de su alma, ni confundirá la fachada con las habitaciones, ni el continente con el contenido.

La desgracia de Andrés fue nacer con cara angelical. Desde pequeñito, su hermosa cara de ojos claros y dorada pelambrera confundía a la gente y la despistaba. Cuando Andrés cometía una travesura, todos miraban a su alrededor como buscando a alguien, al culpable de la fechoría, porque era imposible que aquella belleza de niño pudiera ser responsable de ningún mal acto.

Andrés podría haberse convertido en un manipulador, haber sido consciente de su capacidad para engañar a los demás, haber usado el poder de su hermosura para hacer y deshacer a su antojo. Pero era incapaz de ver la utilidad de todo aquello. Él lo único que quería era que la gente se diera cuenta de que era malo, de que podía llegar a ser perverso, que aceptaran que su alma estaba podrida y sus actos eran venenosos.

A medida que su vida avanzaba, puso todo su empeño en recoger pruebas de su maldad. Dejaba sus trabajos a medio hacer, trataba a la gente mal, cometía robos de pequeña magnitud y maltrataba su cuerpo. Pero de nada servía, la gente le miraba a la cara y no podían hacer menos que echarse a sí mismos la culpa de haber enojado a un santo, o se embarcaban en búsquedas inútiles de cabezas de turco que pudieran cargar a sus hombros la culpabilidad que le correspondía a Andrés. Los poderosos se rendían a sus pies, las mujeres se sacrificaba ante un dios inmaculado.

La desesperación de Andrés aumentaba ante la ceguera perenne de las masas que lo adoraban. Hasta que Laura apareció en su camino, y vio a través de él, y se atrevió a juzgarlo, y le llamó basura. Andrés no pudo hacer menos que ponerse de rodillas ante ella y rogarle que le ayudara, que pusiera fin a el tormento de su vida, que le aconsejara sobre cómo conseguir que los demás le vieran como ella le veía. Con una mueca de desprecio, Laura le preguntó que le hacía pensar que ella querría ayudarle. Andrés replicó que el mundo de hipocresía que le rodeaba debería bastar como argumento.

- Haz algo despreciable. Algo vil y perverso, sin vuelta atrás. Algo injustificable, que nadie jamás pueda perdonar.

Andrés fijó su mirada en Laura y se le acercó lentamente. Laura al principio no entendió, pero terminó por dejarse hacer. Se sacrificó por la verdad. Pobre imbécil. Estaba tan cegada como los demás.

Su cuerpo sufrió todo tipo de vejaciones. Andrés utilizó todas las ideas viles que se atrevieron a pasar por su cabeza, y cuando de Laura no quedaba nada más que una masa informe de tejido blando y huesos despedazados, se sentó a esperar.

Hubo una detención, un encarcelamiento, y un juicio. Y en el juicio le han declarado culpable.

Andrés llora de felicidad ante la masa enardecida que cree que se ha hecho justicia. Entre la cortina de lágrimas alcanza a ver a su abogado defensor, que se acerca y le apoya la mano en el hombro.

- Tranquilo, Andrés. Algún día descubriremos al que te engañó para que hicieras todo esto.

domingo, 2 de mayo de 2010

Esclavos

Tenía ganas de gritar en aquella marea de gente que te quería. Gritar, sí, que sonara como una bofetada, como si te escupiera en la cara, o como si les escupiera a los demás, no estoy muy segura.

Yo no quería convertirme en una esclava más, gozaba de mi superioridad al saberme libre mientras observaba las cadenas de los demás, manifestaciones públicas de sentimientos (puaj) y escenas de vergüenza ajena, a quién le importa lo felices que seáis, retrasados mentales es lo que sois, me prometí a mi misma jamás caer en la trampa. Por muy enamorada que estuviera, por mucho que sintiera que me estalla esto y se me rompe aquello y pasaría el resto de mi mas allá contigo, me lo guardaría todo para mí, el amor egoísta llevado al máximo, el egoísmo en su estado puro.

Un momento, ¿quien ha dicho que esto sea amor?

Como la egoísta que soy, desde el principio aparento no buscar tu mano cuando caminamos juntos por la calle, utilizo apelativos absurdos para que nadie sospeche que en realidad ahora eres lo único que importa, y sólo te digo que te quiero cuando estamos empapados en sudor.

No estoy enamorada, esto no es para siempre, nuestra relación no es dependiente. Pero quería gritar que te quiero, gritarlo aunque sólo lo oyeras tú. Y mientras no lo gritaba pensaba, muy bien, Caperucita, repítemelo otra vez... ¿Quién es la esclava?

domingo, 4 de abril de 2010

Riendas

Cuando era pequeño, su juego preferido era engancharse las tiras del bolso de su madre como si fuera una brida, se las metía en la boca y mordía con fuerza, y obligaba a su madre a usar el bolso como si fueran las riendas y a sacudirlo mientras le gritaba "¡arre, arre!". Su madre solía preguntarse si semejante juego no decía algo malo sobre la salud mental de su hijo, pero como el resto de entretenimientos del enano no se salían de lo normal, le concedía esa extravagancia de vez en cuando, siempre sintiendo de forma inconsciente que aquello tenía algo de pervertido.

Por el instituto pasó sin pena ni gloria. No era extremadamente inteligente pero aprobaba las asignaturas sistemáticamente. No dio problemas de rebeldía, no se metía con los más pequeños ni con las chicas, y como tampoco hablaba en clase los profesores sólo le recordaban cuando tenían que pasar lista.

Pero oculto detrás de las puertas de su dormitorio daba rienda suelta a su imaginación: se soñaba alto (aproximadamente 2 metros 20 centímetros midiendo desde las orejas), con las cuatro piernas fuertes y musculosas, y cubierto por un suave pelaje marrón rojizo. Se masturbaba inventándose situaciones en las que por un motivo u otro conseguía persuadir a hermosas chicas rubias para que subieran en su lomo, y se excitaba pensando en sus culos rebotando sobre él.

Alicia le conoció un día en que parecía llegar tarde a todo. Había salido de casa sin secarse el pelo, que le caía dorado sobre los hombros, y sin proponérselo se había vestido con unos pantalones negros ajustados que combinaban a la perfección con sus botas de motar. La chaqueta azul remataba la imagen de amazona pija que tanto le motivaba a él, pero lo que de verdad le conquistó fue la fusta que Alicia sacaba indignada de su coche, su hermana había vuelto a dejarla tirada encima del asiento, menuda desorganizada, que pensaría la gente... Al girarse para regresar al portal, se chocó de frente con él. Alto, musculoso y atractivo, aunque a lo mejor con una mandíbula demasiado prominente, miraba a Alicia como si fuera a comérsela. La chica le pidió perdón y se apartó un poco, mientras de la boca de él salía a borbotones una invitación para tomar un café. Sin estar muy segura de por qué, aceptó.

Mientras se volvía hacia el coche para cerrarlo con llave, creyó oír un relincho.

miércoles, 31 de marzo de 2010

Chicle

Acababan de operar a mi tío, y me había pasado por el hospital para saludarle y darle mi pésame por la perdida de su apéndice y la enhorabuena por seguir vivo, o también el pésame, no sé muy bien, el caso es que llegué y me marché y me senté a esperar la llegada del autobús.

Tengo por costumbre introducir los auriculares de mi reproductor de música en los oídos en cuanto salgo de cualquier edificio sin más compañía que mis pensamientos, me los meto hasta que duele y luego me pongo el volumen al máximo y silencio esos viejos compañeros que no por ser viejos conocidos son más queridos, más bien al contrario, odio a la gente que jamás se da por vencida. El problema es que también tengo por costumbre no vigilar si mi reproductor de música tiene suficiente energía encima como para aguantar todo un día de soledades, y a veces el muy cabrón me deja abandonado en momentos inoportunos, como aquel día, como aquella parada, como aquel silencio sin libros para rellenar mi cabeza hueca ni gente que observar para distraerme.

Así, sentada en el banco frío de la marquesina me entretengo en luchar por que mis ideas no sean más que una bruma distractora y no se condensen lo suficiente como para asemejar nada temible, miro hacia un horizonte de coches pasando de izquierda a derecha y de derecha a izquierda sin orden aparente y no miro, bizqueo, desenfoco el mundo, y de repente, click.

Como ahora mismo valoro a la gente más o menos igual que a un pepino, ignoro ese click. Pero llega un momento en el que mi cabeza ya no puede entetenerse con más nada y acaba por sólo oír ese clik. Una vez, dos veces, tres, y ahora que me fijo va acompañado de un sonido como de ventosa, como de dientes despegándose de una masa húmeda y gomosa.

Chicle.

Vale, lo has conseguido: has atrapado mi atención. Me giro, busco, cotilleo entre la (escasa) maraña de gente que habita las marquesinas de las paradas de autobús hoy en día y descubro a la negra, mi negra. Sandalias en invierno, pantalones de leopardo, pseudochaqueta, pseudocamiseta. Y un chicle, rosa y hermoso, entre los dientes, click, ventosa, click, ventosa, como un desafío masca, lo que pase a su alrededor no importa, lo que importa es ese chicle y mascarlo, machacarlo como si el no hacerlo fuera a detonar alguna bomba nuclear.

Con lo vacía de sentimientos que me encontraba en ese momento, aquel encuentro fue como una explosión de color en un lienzo en blanco. No sabía cómo debía sentirme, pero sí sentía muchas cosas: indignación, porque a mí me habían enseñado desde pequeñita que comer chicle con la boca abierta era una grosería, vaya chica más grosera, pienso, y luego admiración porque es obvio que a esta chica en particular le importa una mierda lo que piense el resto de la gente, el chicle esta ahí y merece ser mascado más que yo ser apreciada y no será ella quien se detenga, y luego una mezcla de repulsión y encanto, porque ver el chicle rosa dentro de la boca rosa no me inspira mucho placer pero en serio, jamás he oído a nadie comer chicle así, ese click de los demonios, ¿de dónde lo saca? ¿cómo consigue esa coordinación entre la lengua y las paredes de la boca para que cuando suene así, como si pulsaras un interruptor, no se salga la masa gomosa proyectada como una bala de calibre 22?

Mientras observo como masca la maldita, oscurece y se hace de noche y comienzo a helarme de frío, y me cabreo porque el autobús no viene, y porque me acabo de dar cuenta de que yo quiero ser esa negra, y no lo entiendo, mi belleza caucásica (ja!) no debería sentir celos de semejante hortera mascachicles, pero no sé por qué esa forma de mascar chicle me parece tan alucinante, y yo quiero saber mascar chicle así, y yo quiero que me de todo igual como a la negra exuberante de ahí en frente, y lo que quiero en realidad es levantarme y pegarle un pisotón en esos pies metidos en sandalias con mis deportivas machacadas.

Pero termina por llegar el autobús, y me subo, y me despido en secreto de este tesoro, y me deseo a mi misma no volver a encontrarme con ella, porque como vuelva a escuchar esa masacre de chicle estoy convencida de que me volveré loca, cierro los ojos y termino por dormirme con la cara apoyada en la ventana, vaya día.

lunes, 29 de marzo de 2010

Médico interno residente

Maldita la hora en la que se le ocurrió hacer medicina. A él lo que le gustaba era la Historia, aprender sobre los reyes y las masas y sus encuentros, y sus ménage à trois con la muerte. Pero dar clases nunca se le dió bien, y en estudiar era experto, así que llevado por la marea de las decisiones de los demás acabó en medicucho.

Tras seis años de carrera, con un título vacío en la mano, le toca sacarse la especialidad a base de sábados por la mañana chupándose la urgencia que el médico adjunto ha decidido cederle, esta vez para poder irse a esquiar la Semana Santa a Andorra. Harto está de todo, de los pacientes, de las enfermeras, de su novia que no le hace caso. Cuando la ve llegar, bajita, morenita y con cara de preocupación, tontea una vez más con la idea de su experimento social. Y decide llevarlo a cabo.

- Dígame.
- Doctor, me he levantado esta mañana con estos puntitos rojos por los brazos. Yo no sé lo que es, pero mi hija llegó ayer de la facultad con los mismos puntitos, y no duelen, pero ahora nos han salido estos bultos en los sobacos y, doctor, no sabemos que puede ser.

El residente mira, a la señora y su cara de preocupación, como un potencial comprador observa un coche. Se acerca a la señora, y con mucha profesionalidad, examina los puntitos rojos, y las axilas y como hace bonito también le mira la garganta y los oídos, constatando que la señora presenta un cuadro leve de una enfermedad irrelevante y que se puede ir a casa sin problemas y sin tratamiento. Ésto último no lo dice, eso sí, se limita a sentarse delante de la pobre ama de casa y a mirarla fijamente a los ojos. Cuando la pobre no puede más, pregunta:

- Doctor, ¿es grave?

Y el residente se embarca en una breve y moderada charla sobre lo contagiosa que es la enfermedad que padecen, ella y su hija, y sobre la conveniencia de que permanezcan aisladas al menos diez días, ¿Diez días?, sí, diez, ¿Y el trabajo, doctor?, ¿Y las vacaciones?, usted verá, señora, yo sólo le digo lo que hay.

La confusa y asustada ama de casa sale de urgencias con un par de recetas de placebo en la mano y terror en el cuerpo. Se pasará todas las vacaciones encerrada en casa, quejándose de sus síntomas y temiendo por la salud de aquellos a los que puede haber contagiado, obligando a los que viven con ella a recluirse, a la hija a tomar la medicación, al hijo a observarse cada centímetro de piel en busca de manchas rojitas, la perdición de la señora, la locura de la familia.

Tiempo más tarde aparecen por urgencias, y el residente está de guardia, cómo no. Les ve aparecer, pálidos, mal nutridos, con un toque de locura en los ojos como de leones enjaulados, y se da palmaditas invisibles en la espalda.

Teoría ratificada, la humanidad está chiflada, y él es el único cuerdo.

Valiente prepotente, médico de pacotilla.

martes, 23 de marzo de 2010

Lila

A Lila le han regalado una muñeca nueva. Es elegantísima, tiene el pelo rubio cobrizo y la piel muy blanca, y lleva un vestido rosa con muchísimos encajes.

Lila la odia.

Tan perfecta, le hace preguntarse a qué habrá jugado esa muñeca hasta ahora. ¿A las damas? ¿A las mamás? Menudo soberano aburrimiento.

Mientras está sentada en las escaleras del patio y se arranca una costra de la rodilla, la más reciente, la que se hizo ayer al caerse del manzano del jardín, Lila maquina en su pequeña cabecita qué hará con la muñeca. Podría dejarla tirada por alguna habitación de la casa, ignorarla y permitir que en un corto espacio de tiempo alguien la retire y se la entregue a la vecina, por ejemplo, o a alguna otra niña perteneciente a una familia con menos poder adquisitivo pero con otra idea en mente de cómo debería ser una muñeca.

Pero Lila ha decidido darle una oportunidad. Ya la ha bautizado como Sinsal, y mientras agarra una de las manos de la pequeña niña inanimada camina decidida hacia el barrizal que hay al fondo del patio, sin preocuparse de que la pobre Sinsal se dedique a arrastrar la mejilla izquierda por el suelo lleno de piedrecitas.

La tarde se la pasan trasteando, Lila observando atentamente y esperando el momento en el que Sinsal cometa un error, y Sinsal un poco tensa porque intenta estar a la altura de las circunstancias, aún no la conoce mucho pero ya ha aprendido que a Lila es mejor seguirle la corriente, porque se pone bastante difícil si se le lleva la contraria.

Así, cuando llegan al barrizal, y Lila procede a retirar la mano tras sumergir la pobre cabecita con el brillante pelo rubio cobrizo en el asqueroso mejunje, Sinsal consigue sacar la cabeza y permitir que un desagradable hilillo de material color marrón tierra húmeda se deslice por el orificio auricular, como si fueran sesos. Lila suelta una exclamación de asombro, pero no se da por vencida. Sale corriendo hasta el manzano y tras trepar a toda prisa tira a Sinsal desde lo más alto, y asoma rápidamente la cabeza por entre las ramas justo a tiempo para ver a la muñequita caer al suelo con un ruido extraño, entre mullido y de porcelana rota, y cómo su cabecita rebota, una, dos, tres veces hasta detenerse, ladeada, mostrándole a Lila-en-las-alturas su mejilla sin raspar.

Sangre y barro terminan por mezclarse cuando sin querer Lila se muerde un labio al golpearse contra la pared del edificio contra el que tira a Sinsal, a ver que alto llega, a ver si alcanza esa ventana, a ver si alcanza el tejado, porque Sinsal termina por caer encima de su cabeza y sacude con vehemencia el cacerolo insensible de Lila, que interpreta el golpe como un desafío pero que ya está demasiado cansada para seguir trasteando, hora de volver a casa, cenar, bañarse, dormir.

A la mañana siguiente Lila se levanta a la expectativa. Los sábados tiene más horas de sol, y hay una muñeca cursi esperando ser atendida.

Pero Sinsal ya no está. Lila pregunta, y su madre responde que semejante harapo es un foco de infecciones, y que a ver si empieza a jugar con muñecas nuevas, que parece mentira, menuda guarrería.

Lila no dice nada, sale a la calle, se sienta en las escaleras, mira el barro, el manzano, la pared, se lame la herida de la boca, y rompe a llorar. Jamás se lo había pasado tan bien con una pija.

viernes, 19 de marzo de 2010

Nuevo objetivo vital.

Pienso empujarte por el precipicio de la felicidad.

¡Y no te vas a dar ni cuenta!

jueves, 18 de marzo de 2010

Tomando decisiones

Lo de que la disposición de las estrellas en el firmamento el día de mi nacimiento determine mi personalidad me parece una soberana estupidez, y me niego rotundamente a permitir que semejante determinismo domine mi vida.

Ahora bien, sí, soy indecisa, y soy inconstante. Pero me dedico a pensar que son rasgos de mi carácter y no le doy muchas más vueltas, no busco el origen, no analizo el tipo de papel de lija que frotó mi vida para dejar esas aristas ahí mientras el resto, más o menos, es suave y romo.

Hay fallos de carácter que, aunque insoportables para los que más te tienen que aguantar, no tienen una repercusión sobre tu vida tan fuerte como para mí tiene el hecho de ser totalmente incapaz de tomar una decisión. La vida está llena de momentos vacíos como elegir el sabor del helado que vas a tomarte, o el color del boli con el que escribirás ese examen, pero incluso esas elecciones me resultan un suplicio. Ni te cuento lo que me aterrorizó decidir si quedaba contigo o no. Elegir continuar en la universidad o dejarlo todo y comenzar de nuevo. Escribir ese artículo polémico, o quedarme en redactora mediocre.

Al final lo que hay detrás de mis vacilaciones sólo es miedo.

Como no soy muy lista, me ha costado desarrollar un mecanismo de defensa para evitar esos momentos angustiosos que preceden al clímax de la decisión tomada. Ahora, en vez de pasarme los minutos reflexionando sobre pros y contras, corto por lo sano, y me invento una excusa magnífica para justificar por qué este preciso instante es un mal momento para tomar decisiones, si tomas esa decisión ahora sería terrible, si te decides te equivocarás.

Hasta ahora, va bien. La situación se acepta y yo me quedo tan tranquila, con la mentira montada en mi cabeza de que estoy haciendo lo correcto, de que demorar mi elección es una idea sabia. No sé cuanto más podré prolongar la farsa, pero como es algo que he creado yo, lo más razonable es que sea decisión mía parar.

Pero verás, ahora me cuesta pensar, con este gripazo, me pesan los brazos y no puedo mantenerme despierta...está claro que ahora no es el momento.

domingo, 14 de marzo de 2010

Domingo

Alguien en algún lugar pulsa el botón de stand-by de mi vida y todo se detiene, todo se queda a oscuras, a medias, excepto por un punto de luz roja más inquietante que esperanzadora, apuntando más a un cercano final que a un renovador comienzo.

Odio los domingos por la tarde. Son horas que le sobran a la semana.

Se bloquea mi cabeza, nada me entretiene, no puedo imaginar ningún acto útil que me arrastre a través de las horas que le restan a esta triste enferma terminal de resaca. Me dedico a dar vueltas por la casa como si fuera la sala de espera de un médico, sólo que la espera es virtualmente eterna y no es al médico al que espero, no espero nada que me cure de esta desidia temporal, lo que me desentretengo en anticipar es que la vida vuelva a ponerse en marcha, que haya algo que continúe a este día, y maldigo a aquellos que crearon este estúpido convencionalismo que son los meses y las semanas, cárceles estrechas que me sirven de excusa para no tener que ver más allá de sus barrotes.

He quemado las tortitas, te he sacado la lengua y me he echado a llorar.

El blanco y el negro le dan glamour al momento en el que sabes que estás convirtiendo el resto de tu vida en zumo de limón, pero con sofisticación o sin ella sigue siendo un momento de mierda, y vaya desengaño, todo este tiempo creyendo que París era un lugar de reencuentro pero resulta que no, que París ya no existe y tú y yo no volveremos a ser felices juntos, y a tí te ha dado por hacerte el héroe y a mi me ha dado por hacerme la comprensiva, pero cuando me suba al avión y se me pase la borrachera de adrenalina te odiaré, te odiaré por mentirme, te odiaré...

¿Cuánto dices que queda para el lunes?

lunes, 8 de marzo de 2010

Marzo

Descalzarme y doblar las piernas mientras me hablas de cosas-que-a-quién-le-importan convierte tu sofá en una balsa salvadora. Si dejaramos pasar el tiempo nuestro migratorio auxilio se converiría en una balsa de la Medusa, el final último e inevitable sería comerte a bocados aplastada por la vergüenza de comprender que estoy llevando a cabo un acto animal, pero sabiendo a la vez que ésta es la única forma de salvarme, me salvo a costa de sacrificarte, me salvo a costa de sacrificarlo todo.

Corre, Caperucita, ponte las zapatillas, la balsa ha salido ardiendo y como te quedes atrás tú también arderás con llamas invisibles. Sal a la calle y no te engañes, ese sol de invierno no calienta, y aunque pongas cara de imbécil mientras la giras hacia él cual planta amarillenta no entrarás en combustión expontánea.

Las salas de cine de Madrid son perfectas para ocultar a náufragos, a bichos raros como yo, cuyo acto más grave de travestismo consiste en colarse en el baño del monigote con pantalones y esconderse tras el cerrojo oyendo conversaciones en argentino y rezando por que la película no haya empezado todavía.

No te voy a hablar de cómo a la luz de la pantalla me he vuelto a enamorar, de tu cuello y del ángulo de tu mandíbula, ni de lo difícil que es contentar a ambos, al final un beso debajo del lóbulo de la oreja tendrá que bastar. Pero a cambio tienes que prometerme que no volverás a ceder ante mis caprichos volátiles e irresponsables, porque dónde voy yo ahora soñando con tener pelo de estropajo y estilo al colgarme unas Wayfarer.

Aprenderé a tocar la guitarra para cantarte canciones de amor, aunque a ti no te guste mi ñoñería y a mi no me vayan las drogas duras.

lunes, 1 de marzo de 2010

Subnormal profunda, adorable, y un poco prepotente.

La sola idea de imaginarme con los brazos en jarras y la capa ondeando al viento me hace troncharme de risa. Lagrimones gruesos y salados dibujan lineas verticales en mis mejillas contraídas por la carcajada, mi cuerpo entero se sacude como poseído, la gente me mira en silencio preguntándose que me pasa.

Yo, una heroína. ¿Te lo puedes creer?

He venido al mundo con el único objetivo de salvarte. ¿No? ¿No era ese el objetivo? Claro, haces la pregunta correcta: Salvarte, ¿de qué?

No estoy segura. ¿De mí? ¿De tí? ¿De los demás? ¿De la vida, esa pequeña hija de puta que a mí ya me ha dejado cardenales en las costillas, a la que odio y amo a la vez, la que quiero compartir contigo pero me aterroriza que nos destruya? Que más da. Soy débil, soy imperfecta, y no tengo superpoderes. Puedo imaginarme un traje de lycra que marque mis curvas imperfectas, pero eso no me hará más fuerte. Un traje hortera no nos va a salvar.

Si tan convencida estoy de que rescatarte de las sombras ocultas en mi cabeza no está en mis manos, ¿por qué no lo dejo estar? A lo mejor mirar para otro lado cuando te me apareces frágil y con el equilibrio precario sobre la cuerda entretejida de nuestras palabras me ayudaría a no perder la poca salud mental que me queda. Pero te ha tocado ser el centro de mis neurosis, ya te avisé de que no soy perfecta, Sofi-trastornada.

A lo mejor me estoy equivocando, y el objetivo es otro: destruirme mientras te construyo, o viceversa. Uno u otro no cambiaría mucho las cosas, la esencia sería la misma, aunque el cuerpo resultante, túmasyo, yomastú, fuera distinto. Sigo creyendo que el tejido que nos compone es el mismo, y quien nos fabricó tuvo el descuido de dejar un hilo sin cortar, el hilo que nos une, el hilo que me hace rabiar de tristeza cuando no puedo tocarte.

A lo mejor me vuelvo a equivocar, y el objetivo es otro: cortar ese maldito hilo. Dejarte huir cómo más te plazca, dejarte ser protagonista de tu propio cuento y no del mío, y mientras tanto quererte como siempre te he querido, desde la distancia.

Mi subconsciente debe de conocer la respuesta, porque está callado como una tumba, el cabrón.

miércoles, 24 de febrero de 2010

El estado natural de las cosas

Acabo de entenderlo.

Llevo una temporada dándole vueltas, y creo que me acabo de explicar a mí misma.

Estas últimas semanas de objetivos alcanzados deberían haber sido de felicidad extrema y exaltación del yo, pero se han quedado en un par de sms enviados a prisa y corriendo y una media sonrisa bastante sosa. Raro, raro, raro, en mí que soy tan dada a las manifestaciones desproporcionadas de alegría y a los episodios pseudomaníacos. Cualquiera diría que ahora que después de tanto esfuerzo mis acciones llegan a la meta y obtienen resultados, sería la oportunidad perfecta para tirar la casa por la ventana e invitar a todos los alcohólicos a una ronda.

Y aquí estoy, sentadita y apocada. Calladita. Sosa.

Y es que, entre mis múltiples defectos, se encuentra el de ser incapaz de tener una opinión sobre mí misma, con la consecuencia inevitable de forjarla a través de las opiniones de los demás. Así me encuentro a veces pronunciando frases sobre mi carácter, mis gustos y mis deseos que no he pensado yo, sino que dejé que otros pensaran por mí.

Tachán. Estoy contenta con mis resultados. Estoy muy contenta con mis resultados. Por primera vez en mucho tiempo, me siento útil. Yo siento. No sienten por mí. Pero a la vista de mis logros, las palabras que he obtenido de los demás han sido variantes de la frase "Ya lo sabía".

De repente se me ha ocurrido que a lo mejor de ahí viene mis pocas ganas de celebrarlo. ¿Que hay que celebrar? Se celebran las cosas inesperadas, las cosas ansiadas, todo aquello que no esperábamos obtener y conseguimos. Pero el estado natural de las cosas no se celebra, que yo esté donde estoy ahora no es algo celebrable, es sólo lo normal, algo que tenía que haber ocurrido hace mucho tiempo. Nada de palmaditas en la espalda. Nada de "Te invito a cenar". Solo un "Ya era hora".

Pues mejor. Todo el vino para mí.

lunes, 22 de febrero de 2010

Rotuladores y botas de agua

Caperucita debería haber aprendido ya que es una persona completa, definida, con bordes recortables, con límites precisos, y que todo eso está bien, y que seguirá siendo así aunque tú te escapes lejos de su alcance.

Con qué facilidad olvida que antes de que llegaras ella vivía a sus anchas sola. Que la soledad no le pesaba, que pasear por el parque bajo la lluvia ya lo hacía con placer antes de que te cruzaras en su camino, que el suelo que antes pisaba sin miedo sigue estando ahí y sigue llevándole a lugares interesantes. Que hasta el momento en que te le apareciste, fantasma gafapasta, ella tenía cogidas las riendas de su vida con firmeza, y que esas riendas siguen al alcance de su mano, y que basta que haga el mínimo intento para que regresen.

Hoy llueve, y Caperucita ha decidido no salir a la calle, pero no está muy segura de si es porque ayer ya se caló los pies y le fastidia tener los pies mojados, o porque te echa de menos y ha decidido hacer huelga de tristeza.

Caperucita a veces es un poco tonta, pero esta tristeza se le pasará. Piensa contar los días como una cuenta atrás expectante, y se hará la interesada cuando le traigas souvenirs de tus viajes, pero en realidad estará más pendiente de tus manos, se beberá cada gesto de tu cara, se alimentará del sonido de tu voz, y se acurrucará en tus abrazos hasta que decidas volver a huir.

Mientras tanto, piensa ir a buscar un rotulador impermeable, grueso y muy negro, y va a delimitar sus bordes con firmeza, pintará la linea de puntos a rayas y esconderá todas las tijeras, se pondrá el impermeable y las botas de agua, y saldrá a la calle, a pisar charcos.

viernes, 19 de febrero de 2010

Imbéciles

Los esqueletos ya no hacen el amor. Se limitan a chocar sus huesos, pelvis contra pelvis, y dejan que la casa retumbe como una escandalosa pandereta.

Todo aristas, a veces tienen la sensación de que el roce de una escápula afilada puede cortarles y hacerles sangrar cuales cerdos.

Han olvidado que no les quedan venas que cortar.

Los sacos de huesos ya no recuerdan cómo llegaron hasta aquí. Se limitan a repetir los movimientos que una vez aprendieron, cuando el choque de sus cuerpos no hacía temblar las paredes como ahora. Los labios encontrándose, los muslos entrelazándose, las manos desplazándose por la espalda no hacen ruido.

Quedaron atrapados, así. Creyeron besarse por primera vez, cuando lo que hacían era sellar la maldita mentira que ahora les ata, les impide separarse el uno del otro. Al principio se reían, entre orgasmo y orgasmo, pero terminaron por olvidar también cómo bromear.

Si a alguien se le hubiera ocurrido preguntar, habrían contestado que eran felices. Un par de modelos anatómicos vacíos habrían afirmado ser el ejemplo absoluto de la felicidad.

Vaya par de imbéciles.

viernes, 12 de febrero de 2010

Cabeza hueca

Ya que te gusta tanto mirarme de cerca, te propongo algo. La próxima vez que me observes, acércate un poco más. No te estoy sugiriendo que mantengas la mirada fija en mí y te aproximes hasta bizquear. Te pido que descubras lo que hay debajo de mi piel.

Como eres un sabelotodo, seguro que ya crees conocer lo que encontrarías, si algun día te tomaras la molestia. Me río de tu soberbia. Estás tan equivocado...

Debajo de mi piel, piensas, encontrarás carne y huesos, sangre y nervios. Conociéndote, un día de borrachera serás capaz de arrancármela sin miramientos, exclamándo alguna barbaridad que sugiera lo mal que estoy de la cabeza y que esto me pasa por tener la boca tan grande. Pero te llevarás un disgusto.

Debajo de mi piel, mi amor, no hay tejidos que valgan. Lo único que mantiene mi forma tridimensional es un cúmulo de pensamientos erróneos y fallos garrafales, que vagaban en un sinsentido hasta que me descubrieron hueca y se instalaron en mí.

Mi mano derecha es un embarazo precipitado. Mi mano izquierda es una boda por la iglesia entre agnósticos. Mis brazos son sendos trabajos vacíos y sin sustancia.

Mi pie izquierdo es un hermano pequeño superior en todo. Mi pie derecho es una media de 5.0 en la universidad. Mis piernas son excusas que sirvieron para dejar de andar.

Mi hígado, una borrachera por venganza. Mis oídos, una canción pop de letra horripilante. Mis ojos, un carrete velado. Mis pulmones, tus cigarrillos. Mi corazón no está. Lo vendí en un mercadillo.

Y mi cabeza...bueno, en mi cabeza no hay nada.

Pero eso ya lo sabías.

sábado, 6 de febrero de 2010

Villar

Me he levantado esta mañana despertando de una pesadilla. Exactamente qué parte era una pesadilla, no estoy segura. Recuerdo a mi profesor de historia del instituto, Villar, el seductor Villar, que cuando me daba clase sonreía como un encantador de colegialas y cuando me hablaba de Revolución y de República me miraba el escote. En mi sueño, estaba sentado delante de mí, y separaba mis rodillas con su pierna. Y yo no intentaba detener el avance. Madre de Dios. Dónde me estoy metiendo.

No es martes, ni es trece, pero hoy voy a tener mala suerte. Mi cabeza se ha levantado con Villar dentro, hablándome de Muerte y de Victoria. Y de pechos redondos como círculos perfectos, de Matisse, del Cubismo, de la linea que termina donde empieza mi camiseta. ¿Y tú, de mayor, qué quieres ser? Me preguntó, la última vez que me habló.

Bióloga, contesté yo. Tenía 16 años, y deseé ser más inteligente, más atractiva, mayor, para poder conquistar a ese hombre que me sonreía de lado cuando le hacía preguntas impertinentes en clase. Creo que fue la primera vez que deseé ser menos yo. La primera vez que me di cuenta de que siendo yo jamás llegaría a ninguna parte.

Villar desapareció de mi vida de la misma forma que lo hicieron los otros profesores de instituto, por inercia. Yo me limité a crecer, y el tiempo me empujó fuera de las paredes de aquel edificio. Pero mi profesor de historia se me aparecía en sueños, sueños que luego era incapaz de recordar, pero de los que me levantaba hiperventilando, con el camisón levantado, encorvándome como si me estuvieran exorcisando. Villar, Villar, Villar... Sólo en mis sueños. Sólo dormida.

Solía levantarme y ducharme con agua fría y apartaba mis manos de mis muslos, autocensurándome. Que crees que haces. En qué demonios estás pensando.

Hoy me ha dado igual.

Julia me llama horas más tarde. ¿Te acuerdas de Villar?, me dice, en algún momento de nuestra conversación. ¿Cómo? El profesor de historia, el del instituto. Ya, ya. Villar, sí, me suena, murmuro. Seré hipócrita. Se ha muerto, tía. 50 años. Durmiendo. No saben cómo ha sido. Cuelgo.

Tres días más tarde, estoy en un entierro. No conozco a la mujer del fallecido, no sabía que tuvieran hijos. No sé que demonios hago aquí. Pero cuando todos se han ido, cuando ya es de noche y ni siquiera veo mis manos en frente de mis ojos, me acerco a la tumba. Hola, Villar. Qué tal estás. Ya, mal. Me he puesto guapa para . Este vestido es mi preferido. Soñé con él, y contigo, una noche. Pensé que te gustaría. Las lágrimas caen feroces por mis mejillas. Villar, háblame de esa estatua de la virgen, la que parece gemir con cára de éxtasis mientras un ángel la atraviesa con una espada. Háblame de la Francia ocupada, háblame de la República, no dejes de hablarme. Me tumbo en la losa fría. Mis manos recorren el interior de mis muslos. Adiós, Villar. Este va por tí.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Ahí te lo dejo

Toda la semana preparando el momento de dárselo. Toda la semana pensando en cómo hacerlo.

¿Envuelto en papel de regalo, para que no sepa lo que es?
Y se lo doy con aire misterioso, para que se ponga nervioso un ratito.

No, mejor, sólo envuelto con un lazo, para que vea lo que es y no se lleve una decepción.
Pero, qué tonterías digo, un lazo, vaya cursilada, seguro que le hago pasar vergüenza con mis ñoñerías...

Bueno, y entonces, ¿Qué? Llevo todo el día preparando la tontería esta, y quiero que sepa que me he esforzado, que lo hago porque me importa, que lo hago para importarle.

Y nada. No sé ni para qué me molesto en darle tantas vueltas a las cosas. Si al final haré como siempre, me acercaré, lo pondré sobre la mesa mientras paso de largo y le diré... "Ahí te lo dejo."
Y caminaré deprisa, dándole la espalda, para que no vea lo colorada que me he puesto.

viernes, 29 de enero de 2010

Algo le pasa a la lavadora

Son las cuatro de la mañana, y Toñi, con su insomnio de los fines de semana, abrumador y terrible, se ha levantado a beber un vaso de agua, más por moverse y levantarse de esa cama que siente como ataúd que por tener sed. Abre el armario, coge el vaso, cierra el armario, abre el grifo, y observa cómo transparente llena a transparente, y siente cómo se enfría el vaso, y siente cómo se enfría su mano, y se da cuenta de que en realidad, no siente nada.

Bebe agua como lo hace todo últimamente, sin prestar atención. Los labios se abren, el vaso se apoya en el inferior, y el agua se derrama por el interior de la boca, pero bien podría ser fuego, Toñi no se inmuta. Tan ignorante se muestra de lo que está pasando, que el agua se desplaza por la glotis hacia su tráquea en vez de hacia su esófago, y su cuerpo, que no se ha dado cuenta de que a Toñi no le quedan ganas de vivir, en un acto reflejo contrae sus músculos, y empieza a toser descontroladamente.

Cuando consigue tranquilizarse, Toñi se queda en silencio, escuchando los sonidos de la casa. Busca indicios de haber despertado a alguien, aunque bien sabe que el único que está en casa es Manolo, y a Manolo no lo despierta ni una bomba cuando está bien dormido.

Es entonces cuando escucha el ruidito de los demonios. Repetitivo y molesto, como un ñi,ñi,ñi, y se mosquea. ¿De dónde viene esto? Se pregunta, porque no tiene nada más que preguntarse, porque no hay nada más que le importe, porque no hay nada más que la preocupe, a las cuatro de la mañana, en la cocina de su piso.

Apoya la oreja en la nevera. Y suena a nevera, a qué va a sonar, se dice a si misma. Ese ñi,ñi,ñi, no es de la nevera. Y entonces qué, ¿el lavavajillas? Se acerca, se agacha, escucha. El lavavajillas está apagado, y no suena a nada. Toñi se yergue y se queda pensando. La lavadora. Sólo queda la lavadora, el sonidito ese no para, ñi,ñi,ñi. Pues hala, cual perro rastreador se aproxima lentamente a la lavadora, y pega la oreja. Ñi,ñi,ñi. ¡Ahí está! Que lista es Toñi.

Pantuflas arrastrándose por el pasillo camino de la habitación. Las manos frías de Toñi sacuden a Manolo. Manolo, Manolo, algo le pasa a la lavadora. Y Manolo, ¿qué, cómo?, despierta de un sueño en el que se ligaba a una jovenzuela rubia con sus encantos masculinos para encontrarse con las ojeras de su señora, que parece preocupada pero no asustada, luego al chaval no le pasa nada, es un buen comienzo.

Cuando consigue que su marido se despeje lo suficiente, Toñi lo levanta de la cama y le lleva a la cocina, pantuflas arrastrándose por el pasillo. Se detienen los dos en medio del espacio, y Toñi ordena silencio llevándose un dedo a los labios. Chitón. E inmediatamente, ñi,ñi,ñi. Manolo observa a Toñi, con el dedo apoyado en los labios, y piensa en cuando le despertaba a las cuatro de la mañana para que le hiciera el amor. La lavadora. Es la lavadora, le dice ahora. Y le coje de la mano, y le acerca al cacharro, y le dice: escucha.

Manolo obedece, sin fuerzas para discutir, y acerca la cabeza al frío metal. Y sí, mira, ñi,ñi,ñi. Pues nada, le dice a su mujer. Habrá que hablar con el servicio de reparación. Toñi le mira mientras se retuerce las manos. Vale. Venga, Toñi, vamos a dormir. Manolo sólo ve ojeras, pobrecilla, de dónde le vendrá toda esta angustia, la rodea suavemente con el brazo y se la lleva al dormitorio. Hacía años desde la última vez, pero hoy duermen abrazados. Toñi duerme. Es sábado.

A las siete de la mañana ya está levantada, Manolo, el ñi,ñi,ñi, sigue, vamos al servicio de reparación. Él se viste mientras ella le prepara el desayuno. Ella se viste mientras él se toma el café. Se ponen los abrigos, respiran hondo, abren la puerta. Justo a la derecha, también se abre la puerta del vecino. Toñi ya se dispone a saludarle, es un universitario de esos que vienen, pasan unos meses aquí y luego desaparecen, pero éste es amable, saluda todos los días, así que a Toñi le cae bien. Pero el que sale no es el universitario, es una chica, con ojeras y minifalda, y el abrigo mal abrochado. Hasta mañana, dice ella, volviendose hacia el interior de la casa. Hasta mañana, aparece él, y se inclina a besarla. Según se separan, se dan cuenta de la presencia de los dos abuelillos, y ella se pone colorada, Buenos días, dice, Buenos días, alcanza a decir Manolo.

Toñi le agarra del cuello del abrigo, y le vuelve a meter en casa. Cierra la puerta. Se miran. Y romper a reirse a carcajadas.

lunes, 25 de enero de 2010

Bollitos

Salía del examen con su receta dobladita entre las manos. Sabía que sus croasanes no serían los mejores, que le había faltado estudiarse las tartaletas de frambuesa y que la improvisación en la cocina no es la mejor compañera, pero esperaba que al menos los bollitos salieran dulces.

No se le ocurrió nada que le apeteciera más que comentar el examen con él. Seguro que sacaría punta a todas sus recetas, pero en parte le gustaba, sentía que mejoraba cuando él le corregía las medidas con su mirada cargada de condescendencia. Pero la canela, ¡la canela en las tortitas seguro que no se la esperaba!

Le buscó por todas partes, pero mirando el reloj por cuarta vez y ésta prestando atención, se dió cuenta de que era la hora del descanso, así que se dirigió a la cafetería.

Efectivamente, allí estaba, sentado a una mesa y rodeado de veteranos como él. Se detuvo en la entrada, sin saber muy bien que hacer. Sentía que ese territorio le estaba vetado. Una vez podría haber pasado la barrera invisible que la separaba de ellos, pero ahora se sentía pequeña, inferior, y no le apetecía exponerse a sus miradas. Entonces recordó los bollitos, recordó la canela, y caminó hasta el grupo.

Sentada en una esquina, engullendo unas galletas insípidas, les oyó comentar los tiempos pasados, en los que ellos se examinaron de tartaletas y tortitas, y sus oídos alcanzaron a escuchar cómo ellos habían hecho los bollitos más ricos de aquella época, como alcanzaron incluso a modificar recetas corrigiendo a los maestros... llegó a escuchar que la canela estaba pasada de moda.

La galleta en su boca, ya de por sí insípida, se convirtió en tierra, le raspaba los dientes. Se preguntó en que momento se le habría ocurrido a ella que él podría tener interés en sus recetas. Canela...¡bollitos! Él jugaba en otra liga, era obvio, y ella era estúpida por haberse creído lo contrario.

Se levantó, arrugando el papelito con sus recetas. Lo tiró a la basura. Salío. Nadie la detuvo.

viernes, 22 de enero de 2010

Hambre

Te has vuelto a quedar dormido leyendo, y cuando entro en la habitación te encuentro con las gafas ladeadas y la boca entreabierta. Te miro detenidamente, sopeso la situación y decido que ha llegado el momento.

Me subo a la cama cual gata, primero apoyando las manos, luego una pierna, después la otra. No aparto la mirada de tí, pero tú ni te inmutas, si acaso rebulles ligeramente al notar mi peso sobre el colchón.

Nuestra cama es pequeña, y te alcanzo en dos avanzadas de manos y dos golpes de caderas. Sé que nadie me ve, pero yo muevo las caderas igual que una leona dando caza a su presa. Las caderas. Mis caderas. Desde aquí puedo oirte respirar.

Mi pelo se eriza, soy presa de la excitación. Pero soy consciente de que tengo que disfrutar de este momento, porque después de él no habrá nada.

Las uñas pintadas de rojo obedecen mi mandato, y recorren tu brazo trazando una línea invisible. Y esta vez sí, tiemblas, te despiertas sobresaltado. Tu mano entre mis manos, se acerca a mi boca, y sientes más que ves mi lengua recorriendo el dorso de tu mano. Sonríes, de medio lado. ¿En serio tengo la lengua tan caliente?

Mis ojos color hoja te observan, oculto mi cara detrás de nuetras manos, y tu sonrisa duda, cuando mis uñas se clavan en tí. Desplazo mis labios por tu brazo, inhalo tu calor. Tu calor, que pronto será mío.

Abro la boca lentamente justo antes de llegar al codo, y te dejo ver mis colmillos, sin apartar mis ojos de los tuyos. Entiendes, y permites. Y muerdo.

Si te duele, no lo dices. Yo me centro en la sangre que se resbala por tu brazo, lamo despacio pero termino por sorber a grandes tragos. Rojo por todas partes, en mi cara, en mi pecho, en las sábanas. Rojo.

El segundo mordisco es más profundo, y arranca un trozo de carne. No lo pienso mucho, mastico, trago, y cierro los ojos. Estás delicioso.

El último mordisco es más un movimiento de lengua, desprendiendo el último pedacito de carne adherida a tus huesos. No queda más de tí que eso, huesos, y los miro con añoranza. Eras un encanto, pero tenía tanta hambre...
 
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