lunes, 29 de marzo de 2010

Médico interno residente

Maldita la hora en la que se le ocurrió hacer medicina. A él lo que le gustaba era la Historia, aprender sobre los reyes y las masas y sus encuentros, y sus ménage à trois con la muerte. Pero dar clases nunca se le dió bien, y en estudiar era experto, así que llevado por la marea de las decisiones de los demás acabó en medicucho.

Tras seis años de carrera, con un título vacío en la mano, le toca sacarse la especialidad a base de sábados por la mañana chupándose la urgencia que el médico adjunto ha decidido cederle, esta vez para poder irse a esquiar la Semana Santa a Andorra. Harto está de todo, de los pacientes, de las enfermeras, de su novia que no le hace caso. Cuando la ve llegar, bajita, morenita y con cara de preocupación, tontea una vez más con la idea de su experimento social. Y decide llevarlo a cabo.

- Dígame.
- Doctor, me he levantado esta mañana con estos puntitos rojos por los brazos. Yo no sé lo que es, pero mi hija llegó ayer de la facultad con los mismos puntitos, y no duelen, pero ahora nos han salido estos bultos en los sobacos y, doctor, no sabemos que puede ser.

El residente mira, a la señora y su cara de preocupación, como un potencial comprador observa un coche. Se acerca a la señora, y con mucha profesionalidad, examina los puntitos rojos, y las axilas y como hace bonito también le mira la garganta y los oídos, constatando que la señora presenta un cuadro leve de una enfermedad irrelevante y que se puede ir a casa sin problemas y sin tratamiento. Ésto último no lo dice, eso sí, se limita a sentarse delante de la pobre ama de casa y a mirarla fijamente a los ojos. Cuando la pobre no puede más, pregunta:

- Doctor, ¿es grave?

Y el residente se embarca en una breve y moderada charla sobre lo contagiosa que es la enfermedad que padecen, ella y su hija, y sobre la conveniencia de que permanezcan aisladas al menos diez días, ¿Diez días?, sí, diez, ¿Y el trabajo, doctor?, ¿Y las vacaciones?, usted verá, señora, yo sólo le digo lo que hay.

La confusa y asustada ama de casa sale de urgencias con un par de recetas de placebo en la mano y terror en el cuerpo. Se pasará todas las vacaciones encerrada en casa, quejándose de sus síntomas y temiendo por la salud de aquellos a los que puede haber contagiado, obligando a los que viven con ella a recluirse, a la hija a tomar la medicación, al hijo a observarse cada centímetro de piel en busca de manchas rojitas, la perdición de la señora, la locura de la familia.

Tiempo más tarde aparecen por urgencias, y el residente está de guardia, cómo no. Les ve aparecer, pálidos, mal nutridos, con un toque de locura en los ojos como de leones enjaulados, y se da palmaditas invisibles en la espalda.

Teoría ratificada, la humanidad está chiflada, y él es el único cuerdo.

Valiente prepotente, médico de pacotilla.

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