martes, 25 de mayo de 2010

Ávila, 1994

La casa era una mierda de casa. Siempre hacía frío, hasta en verano, y cuando entrabas corriendo desde el jardín, sudando por el calor y por los juegos, de repente un dedo invisible te recorría frío la espalda. Te detenías en seco, cogías aire por entre los dientes, y luego volvías a huir al exterior.

El jardín era una mierda de jardín. Tenía dos niveles separados por un escalón y a un lado del mismo una escalerita patética hecha de trozos de piedra pizarra pegados con un cemento que duró dos días, y luego fueron diez años de rituales: gente descalabrándose y pataditas a las piedras para que se colocaran en su sitio mientras se entonaban cánticos blasfemos.

La hierba también era una mierda de hierba. Picaba, joder. ¿Dónde has visto tú que la hierba pique? Con ocho años y después de ver a Heidi revolcándose por esos mares verdes, no te esperas que a los diez minutos de tumbarte sobre tu manto suizo particular te empiecen a picar los brazos y las piernas desnudos como si las hormigas hubieran decidido cebarse sobre tu pequeño cuerpo.

La urbanización era una mierda de urbanización. Estaba perdida en medio del monte y sólo podías ir al pueblo (de mierda) cogiendo el coche. A monopatín, el camino se hacía un poco impracticable. La urbanización tenía piscina pero yo jamás la vi abierta, y para lo único para lo que servía era para que de vez en cuando los mayores nos repitieran una vez más una historia bastante regulera de ranas que salían del agua estancada.

Era una mierda, lo admito.

Pero lo echo de menos, qué pasa. Yo no quiero gusanos de seda en primavera, quiero las vacas aquellas observándonos plácidamente desde el otro lado de la verja. Quiero caballos asustados que arrastran a pequeñas amazonas por el bosque, ciegos, buscando su establo.

No quiero coger el autobús para ir de un lado a otro. Quiero no tener que ir a ningún lado, porque viene el panadero a las ocho de la mañana, y el verdulero a las 10, y la barbacoa estará lista en un rato.

No quiero las cuatro paredes de esta habitación, no quiero cambiarlas por las de la biblioteca, no quiero cambiarlas por las de un hospital. Quiero las estrellas sobre mi cabeza, y la hierba que rasca bajo mi espalda, y quiero comer moras y que me cuenten historias sobre dioses aztecas lanzándose a la hoguera que será el sol.

No, joder, no. No quiero crecer.

3 comentarios:

  1. Y el romántico olor de las boñigas.

    Yo echo de menos mi pueblo también, aunque sé que si voy querría volver al cabo de 2 horas. Al menos mientras no lleve a quien quiero llevar :/

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  2. La mierda de crecer es que cuando eres pequeño todo el mundo dice que de mayor podrás hacer las cosas que siempre te prohibieron hacer. Otra mierda.

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  3. Por un momento he vuelto a aspirar el aroma de aquellos lejanos tiempos. Aquellos días en que uno era feliz pero ni se daba cuenta.
    Mi pueblo no tenía ni siquiera pisicina, la carretera se acababa en él, era como el fin del mundo, y sí, recuerdo la mirada tranquila de las vacas, y la llamada del frutero que acaba de llegar. Y tantas cosas.
    Y curiosamente, también estaba ( y está,claro ) en Ávila.
    Y no, joder, no. Yo tampoco quiero crecer.

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