jueves, 27 de mayo de 2010

Cazar mariposas

Cuando yo me dedicaba a cazar mariposas con las manos, tú hacías lo que tocaba: aprender, engullir información, almacenarla como si te hubieran contratado de becario en una nueva biblioteca de Alejandría.

Yo te espiaba por el ojo de la cerradura, mientras doblabas tu espalda sobre los papeles desdibujándolos con tus rayajos, y no deseaba ser tú, te deseaba a tí.

Pero perseguí a las mariposas mas allá del camino marcado, y me perdí.

Cazar mariposas con las manos es algo que nunca conocerás, y tal vez así sea mejor, pero ahora me arrepiento de no haber abierto la puerta y haberme acercado por detrás a darte un abrazo y decirte: no te preocupes, pase lo que pase estaremos bien. Esto de quererte es para siempre.

martes, 25 de mayo de 2010

Ávila, 1994

La casa era una mierda de casa. Siempre hacía frío, hasta en verano, y cuando entrabas corriendo desde el jardín, sudando por el calor y por los juegos, de repente un dedo invisible te recorría frío la espalda. Te detenías en seco, cogías aire por entre los dientes, y luego volvías a huir al exterior.

El jardín era una mierda de jardín. Tenía dos niveles separados por un escalón y a un lado del mismo una escalerita patética hecha de trozos de piedra pizarra pegados con un cemento que duró dos días, y luego fueron diez años de rituales: gente descalabrándose y pataditas a las piedras para que se colocaran en su sitio mientras se entonaban cánticos blasfemos.

La hierba también era una mierda de hierba. Picaba, joder. ¿Dónde has visto tú que la hierba pique? Con ocho años y después de ver a Heidi revolcándose por esos mares verdes, no te esperas que a los diez minutos de tumbarte sobre tu manto suizo particular te empiecen a picar los brazos y las piernas desnudos como si las hormigas hubieran decidido cebarse sobre tu pequeño cuerpo.

La urbanización era una mierda de urbanización. Estaba perdida en medio del monte y sólo podías ir al pueblo (de mierda) cogiendo el coche. A monopatín, el camino se hacía un poco impracticable. La urbanización tenía piscina pero yo jamás la vi abierta, y para lo único para lo que servía era para que de vez en cuando los mayores nos repitieran una vez más una historia bastante regulera de ranas que salían del agua estancada.

Era una mierda, lo admito.

Pero lo echo de menos, qué pasa. Yo no quiero gusanos de seda en primavera, quiero las vacas aquellas observándonos plácidamente desde el otro lado de la verja. Quiero caballos asustados que arrastran a pequeñas amazonas por el bosque, ciegos, buscando su establo.

No quiero coger el autobús para ir de un lado a otro. Quiero no tener que ir a ningún lado, porque viene el panadero a las ocho de la mañana, y el verdulero a las 10, y la barbacoa estará lista en un rato.

No quiero las cuatro paredes de esta habitación, no quiero cambiarlas por las de la biblioteca, no quiero cambiarlas por las de un hospital. Quiero las estrellas sobre mi cabeza, y la hierba que rasca bajo mi espalda, y quiero comer moras y que me cuenten historias sobre dioses aztecas lanzándose a la hoguera que será el sol.

No, joder, no. No quiero crecer.

sábado, 22 de mayo de 2010

Desierto

Es un desierto, demasiado largo y demasiado estéril, como cualquier otro. A esta distancia un ojo extranjero no es capaz de captar los detalles sutiles, pero para alguien familiarizado con estas cosas mías, es obvio que este desierto es el de mi no-inspiración, y que aunque me mantengo tranquila caminando a través de él, en mi interior toda esta situación me tiene un poco desesperada.

¿Es culpa mía que ya no crezcan cosas aquí? El pequeño embrión literario al final ha resultado ser un aborto definitivo, y esto que tengo entre mis manos no es más que otra decepción que añadir a la lista.

No puedo decir que mi desierto sea completamente yermo. Pienso en escribir sobre la tristeza, sobre mi familia pero sin que parezca mi familia, sobre una discusión filosófica que casi acaba en desastre emocional, sobre una lenteja metida en una tarrina de helado cubierta por un algodón húmedo y cómo este es el regalo más cutre pero con más simbolismo que he hecho jamás, quiero escribir sobre mis miedos, quiero pero no me sale. Estas capas de arena arrastradas por un viento de origen desconocido y nuevo (yo juraría que antes por aquí no pasaba el viento), tapan y ahogan cualquier intento de ser original.

A lo mejor es que ya me he dado cuenta de que *no* soy original, y ese viento no es tal y en realidad soy yo soplando la arena suavemente, como si soplara las velas de mi última tarta de cumpleaños, y en realidad me gusta que de aquí no surja nada, me gusta sentirme vacía, me gusta no tener nada que aportar.

domingo, 9 de mayo de 2010

Culpable

- Declaramos al acusado culpable.

Y Andrés se echa a llorar delante de todo el mundo, mientras algunos le miran con desprecio y otros con condescencendia. Por fin el asesino confeso de Laura P. muestra algo de remordimientos, piensan, por fin parece entender dónde se ha metido, y que ya no hay vuelta atrás, y está arrepentido.

Confunden lágrimas de arrepentimiento con lágrimas de felicidad. Porque Andrés no llora porque se sienta mal, llora porque por fin la gente sabrá que tipo de persona es, ya nadie le mirará a la cara y creerá que ésta es el espejo de su alma, ni confundirá la fachada con las habitaciones, ni el continente con el contenido.

La desgracia de Andrés fue nacer con cara angelical. Desde pequeñito, su hermosa cara de ojos claros y dorada pelambrera confundía a la gente y la despistaba. Cuando Andrés cometía una travesura, todos miraban a su alrededor como buscando a alguien, al culpable de la fechoría, porque era imposible que aquella belleza de niño pudiera ser responsable de ningún mal acto.

Andrés podría haberse convertido en un manipulador, haber sido consciente de su capacidad para engañar a los demás, haber usado el poder de su hermosura para hacer y deshacer a su antojo. Pero era incapaz de ver la utilidad de todo aquello. Él lo único que quería era que la gente se diera cuenta de que era malo, de que podía llegar a ser perverso, que aceptaran que su alma estaba podrida y sus actos eran venenosos.

A medida que su vida avanzaba, puso todo su empeño en recoger pruebas de su maldad. Dejaba sus trabajos a medio hacer, trataba a la gente mal, cometía robos de pequeña magnitud y maltrataba su cuerpo. Pero de nada servía, la gente le miraba a la cara y no podían hacer menos que echarse a sí mismos la culpa de haber enojado a un santo, o se embarcaban en búsquedas inútiles de cabezas de turco que pudieran cargar a sus hombros la culpabilidad que le correspondía a Andrés. Los poderosos se rendían a sus pies, las mujeres se sacrificaba ante un dios inmaculado.

La desesperación de Andrés aumentaba ante la ceguera perenne de las masas que lo adoraban. Hasta que Laura apareció en su camino, y vio a través de él, y se atrevió a juzgarlo, y le llamó basura. Andrés no pudo hacer menos que ponerse de rodillas ante ella y rogarle que le ayudara, que pusiera fin a el tormento de su vida, que le aconsejara sobre cómo conseguir que los demás le vieran como ella le veía. Con una mueca de desprecio, Laura le preguntó que le hacía pensar que ella querría ayudarle. Andrés replicó que el mundo de hipocresía que le rodeaba debería bastar como argumento.

- Haz algo despreciable. Algo vil y perverso, sin vuelta atrás. Algo injustificable, que nadie jamás pueda perdonar.

Andrés fijó su mirada en Laura y se le acercó lentamente. Laura al principio no entendió, pero terminó por dejarse hacer. Se sacrificó por la verdad. Pobre imbécil. Estaba tan cegada como los demás.

Su cuerpo sufrió todo tipo de vejaciones. Andrés utilizó todas las ideas viles que se atrevieron a pasar por su cabeza, y cuando de Laura no quedaba nada más que una masa informe de tejido blando y huesos despedazados, se sentó a esperar.

Hubo una detención, un encarcelamiento, y un juicio. Y en el juicio le han declarado culpable.

Andrés llora de felicidad ante la masa enardecida que cree que se ha hecho justicia. Entre la cortina de lágrimas alcanza a ver a su abogado defensor, que se acerca y le apoya la mano en el hombro.

- Tranquilo, Andrés. Algún día descubriremos al que te engañó para que hicieras todo esto.

domingo, 2 de mayo de 2010

Esclavos

Tenía ganas de gritar en aquella marea de gente que te quería. Gritar, sí, que sonara como una bofetada, como si te escupiera en la cara, o como si les escupiera a los demás, no estoy muy segura.

Yo no quería convertirme en una esclava más, gozaba de mi superioridad al saberme libre mientras observaba las cadenas de los demás, manifestaciones públicas de sentimientos (puaj) y escenas de vergüenza ajena, a quién le importa lo felices que seáis, retrasados mentales es lo que sois, me prometí a mi misma jamás caer en la trampa. Por muy enamorada que estuviera, por mucho que sintiera que me estalla esto y se me rompe aquello y pasaría el resto de mi mas allá contigo, me lo guardaría todo para mí, el amor egoísta llevado al máximo, el egoísmo en su estado puro.

Un momento, ¿quien ha dicho que esto sea amor?

Como la egoísta que soy, desde el principio aparento no buscar tu mano cuando caminamos juntos por la calle, utilizo apelativos absurdos para que nadie sospeche que en realidad ahora eres lo único que importa, y sólo te digo que te quiero cuando estamos empapados en sudor.

No estoy enamorada, esto no es para siempre, nuestra relación no es dependiente. Pero quería gritar que te quiero, gritarlo aunque sólo lo oyeras tú. Y mientras no lo gritaba pensaba, muy bien, Caperucita, repítemelo otra vez... ¿Quién es la esclava?
 
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