jueves, 10 de junio de 2010

Pásame ese micrófono

Con cinco años fuí O.

El disfraz consistía en una túnica azul con donuts plateados pintados sobre ella y un trozo de guirnalda navideña a juego con los donuts colocada a modo de corona en la cocorota. Me tocó aprender de memoria un texto hilarante (o no) sobre palabras que contenían numerosas Os, del cual ahora mismo sólo recuerdo una frase que afirmaba que las Os se pirran por el chocolate.

Eramos tres. Tres, y un micrófono. Lo que aquellas dos pazguatas no parecían comprender era que el micrófono me pertenecía a mí. Me había costado un cojón aprenderme aquella perorata y cuando nos subimos al escenario, los tres angelitos empezamos a soltar nuestro discurso con precisión y sin vacilar, pero mientras nos desgañitábamos yo luchaba con ansia por la posesión de aquel objeto pensando que si no lo rociaba con mis babas nadie oiría mi voz. Lo que yo no sabía es que esa escena estaba siendo grabada en video por nuestros padres, y que luego utilizarían la anécdota para afirmar que soy una mandona y una posesiva. Pero yo lo único que quería era que se oyera mi voz...

Unos años más tarde, mi padre me regaló un reproductor de cassettes que a mi se me antojaba mágico. Tenía un botón rojo donde ponía REC y, señores, ¡un micrófono! ¡para mí solita! y grababa todas las tonterías que a mi se me antojaba chillar por él. Por aquel entonces ya observé que los micrófonos tenían tendencia a volverme majareta, y además transformaban mi voz en una especie de silbato para perros, se volvía aguda y desagradable. Con mi egocentrismo infantil, asumí que la culpa era del cacharro y no le dí mas importancia.

Sin embargo, con diez años se me presentó la oportunidad de volver a los escenarios, cuando mi grupo de Scouts se presentó a una especie de festival de la canción para raritos. Decidieron colocar a uno de los enanos en primer plano leyendo una especie de carta cuyo contenido, una vez más, no recuerdo, y me eligieron a mí porque al parecer era la única de los enanos que sabía leer decentemente. Me hizo ilusión que me eligieran porque yo era de las tímidas y las niñas tímidas nunca hacen nada interesante, así que aquel día subí al escenario henchida de orgullo y con el papel, arrugado de tanto manejarlo, en la mano. Me coloqué en el centro del escenario, y comencé a hablar. Y lo que se oyó por los altavoces fue el silbido. La lectura me salió estupendamente, pero cuando la gente me felicitaba terminaba con versiones de la frase "el micrófono te ponía la voz rara".

Me prometí a mi misma no volverme a colocar delante de una multitud detrás de un micrófono, y hasta ahora lo he conseguido, y soy feliz...¿Eh? ¿Que por qué te he soltado este rollo? No seas imbécil. Has sido tú el que ha dicho que no entendía por qué me niego a ir al karaoke...

2 comentarios:

  1. Lo de la voz de silbido en el karaoke se cura con un par de copas. Sale otro tipo de voz que tampoco es la nuestra, pero qué nos importa ya!

    Y no te quejes, que a mí me tocaba leer en la misa de fin de curso.

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