domingo, 18 de julio de 2010

Relativo

Trabajaba allí con un entusiasmo desmesurado. A la gente le parecía un comportamiento inusual, me preguntaban qué era lo que me motivaba tanto de un trabajo que aportaba pocas satisfacciones y suponía tanto esfuerzo, pero yo en mi ignorancia bendita me limitaba a encojerme de hombros y sonreír apaciblemente.

Aquella máquina fue mi perdición. Me fascinó desde el primer momento, con su brillo de recién salida de la fábrica y su silencio de engranajes perfectamente lubricados. Me dediqué a ella en cuerpo y alma, me esforzaba por tratarla bien y mantenerla en un estado impecable. El resto de mis compañeros hacía uso de ella con indiferencia, y a veces incluso con desprecio, como si por ser una máquina discreta y eficaz mereciera ser maltratada. Yo solía hacerme el ciego cuando volvía de las manos de otro trabajador sucia y ligeramente destartalada, y me limitaba a intentar dejarla lo mejor posible.

Hasta que un día un compañero tuvo la indecencia de llamarla "trasto inútil" delante de mí, y ya no pude controlarme. Le grité y le insulté, y no llegué a agredirle porque otros trabajadores de la nave consiguieron detenerme a tiempo. Pensé que los demás me comprenderían cuando repetí varias veces las palabras que escupió el majadero, pero nadie se solidarizó conmigo. Algunos acudían interesados y me preguntaban si había hablado mal de mi familia, y cuando les explicaba que era el honor de mi máquina el que había sido ultrajado fijaban sus ojos vacíos en mí unos segundos y se marchaban sacudiendo la cabeza como si me hubiera vuelto loco.

Ese mismo día me quedé solo en la nave industrial después del cierre, y me senté delante de mi preciosa máquina, que se mostraba un poco ajada por el uso y que se me antojaba un tesoro incalculable y me di cuenta de que esa masa de metal era mi todo. Más allá de ella no había nada, yo no tenía nada. Antes de su llegada yo estaba hueco por dentro y esa pequeña obra de ingeniería se había presentado ante mí llenando mi vida y otorgándome un objetivo vital. Nadie sería capaz de entenderlo jamás, porque nadie estaba tan vacío como yo. Me levanté, desconecté la máquina y la cogí entre mis brazos.

Tardaron tres días en darse cuenta de nuestra ausencia.

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