miércoles, 4 de agosto de 2010

Yo colecciono hobbies estúpidos.

[...]

En aquella época, si hubiera tenido que escribir en una lista la gente que me importaba, ésta habría consistido en dos nombres: Bertaylolo y Anabel.

Bertaylolo era parte importante de mi vida desde que con cinco años, jugando en el patio del colegio con un avión de plástico, me tropecé y caí de bruces, con la boca abierta, y mi paleto izquierdo se precipitó contra la tierra y se marchó de viaje desgarrándome parte del paladar. Bertaylolo, ya por aquel entonces un ente propio, se arrojó a mi encuentro en el suelo y me abrazó con sus cuatro brazos mientras yo lloraba desconsoladamente, y me agarró fuertemente las dos manos (un trocito de Bertaylolo a cada lado) mientras me cosían la carne fuera de lugar. La parte masculina de Bertaylolo me enseñó a silbar por el agujero dejado por mi paleto izquierdo al partir. La parte femenina me regalaba helados de fresa para calmar el dolor de la cicatriz.

Anabel me escribía postales. No necesitáis saber nada más, porque yo tampoco necesitaba saber nada más. Por las mañanas, después de despertarme y desplazar la resaca a un punto indefinido por encima de mi ojo azul, y mirando fijamente con mi ojo marrón, me dirigía al buzón y buscaba la postal de Anabel. A veces sólo miraba la foto. A veces sólo miraba el "Te quiero, Anabel" con que solía firmar. Luego la colocaba en la pared, la enganchaba a algún marco de fotografía de forma precaria y me iba a duchar, y no volvía a pensar en Anabel hasta la mañana siguiente.

Exactamente un año después de recibir la primera postal, Bertaylolo apareció por casa. La parte femenina me dio un beso en la mejilla y corrió al baño (La tercera parte de Bertaylolo, aún sin sexo conocido, presionaba su vejiga con urgencia). La parte masculina se dedicó a cotillear las postales y, sin pedir permiso, seleccionó una y comenzó a leer el texto escrito a mano en la cara posterior.

-Adabelez...
-Hmm.
-¿Quien es Julián?
-¿Hmm?
-Esta postal es Para Julián. ¿A que juegas, estúpido?

No lo sabía muy bien, la verdad. Pero contesté de todas formas.

[...]

domingo, 1 de agosto de 2010

Raíces

Que su cuerpo estaba hecho de semillas y tierra, ella ya lo sabía.

Pero creyó, ilusa, que podría convertirle en tierra fértil, darle alma y transformarle en vida, como buscando una justificación para su propia carencia de urgencia vital.

Solía disfrutar observando su perfil mientras estaban sentados en el sofá, él mirando al frente, ella mirándole a él, los dos en silencio hasta que ella se ponía hablar de arte y de ciencia, y aunque él no daba ninguna señal de estar escuchándola ella sentía que sus palabras entraban por el conducto auditivo externo y empapaban sus células, como el agua de regar empapa una tierra ávida de alimento.

Eligió no ver las pequeñas raíces que comenzaron a crecerle a él en brazos y piernas y retiraba con un ademán indiferente las que tenía por toda la espalda, cuando conseguía que él se dejara abrazar.

Empezó a tener miedo, y utilizaba las palabras "juventud" e "inquietudes" como armas afiladas para huir cuando el olor a tierra podrida le invadía las fosas nasales. Él ni se inmutaba, permanecía sentado mirando al frente, y la mano que al principio se levantaba cuando ella ya estaba de espaldas, en un pequeño intento de retenerla junto a él, pasado un tiempo dejó de rebullir también.

Un día, ella se despertó y, asustada porque él no estaba durmiendo a su lado, se levantó y corrió hasta el sofá. Se limitó a morderse el labio inferior cuando se dio cuenta que la tierra y las semillas era todo lo que quedaba. Y se permitió llorar una lágrima o dos, antes de hacer las maletas y cerrar la puerta detrás de sí, con aire de condena irrevocable.
 
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