miércoles, 24 de febrero de 2010

El estado natural de las cosas

Acabo de entenderlo.

Llevo una temporada dándole vueltas, y creo que me acabo de explicar a mí misma.

Estas últimas semanas de objetivos alcanzados deberían haber sido de felicidad extrema y exaltación del yo, pero se han quedado en un par de sms enviados a prisa y corriendo y una media sonrisa bastante sosa. Raro, raro, raro, en mí que soy tan dada a las manifestaciones desproporcionadas de alegría y a los episodios pseudomaníacos. Cualquiera diría que ahora que después de tanto esfuerzo mis acciones llegan a la meta y obtienen resultados, sería la oportunidad perfecta para tirar la casa por la ventana e invitar a todos los alcohólicos a una ronda.

Y aquí estoy, sentadita y apocada. Calladita. Sosa.

Y es que, entre mis múltiples defectos, se encuentra el de ser incapaz de tener una opinión sobre mí misma, con la consecuencia inevitable de forjarla a través de las opiniones de los demás. Así me encuentro a veces pronunciando frases sobre mi carácter, mis gustos y mis deseos que no he pensado yo, sino que dejé que otros pensaran por mí.

Tachán. Estoy contenta con mis resultados. Estoy muy contenta con mis resultados. Por primera vez en mucho tiempo, me siento útil. Yo siento. No sienten por mí. Pero a la vista de mis logros, las palabras que he obtenido de los demás han sido variantes de la frase "Ya lo sabía".

De repente se me ha ocurrido que a lo mejor de ahí viene mis pocas ganas de celebrarlo. ¿Que hay que celebrar? Se celebran las cosas inesperadas, las cosas ansiadas, todo aquello que no esperábamos obtener y conseguimos. Pero el estado natural de las cosas no se celebra, que yo esté donde estoy ahora no es algo celebrable, es sólo lo normal, algo que tenía que haber ocurrido hace mucho tiempo. Nada de palmaditas en la espalda. Nada de "Te invito a cenar". Solo un "Ya era hora".

Pues mejor. Todo el vino para mí.

lunes, 22 de febrero de 2010

Rotuladores y botas de agua

Caperucita debería haber aprendido ya que es una persona completa, definida, con bordes recortables, con límites precisos, y que todo eso está bien, y que seguirá siendo así aunque tú te escapes lejos de su alcance.

Con qué facilidad olvida que antes de que llegaras ella vivía a sus anchas sola. Que la soledad no le pesaba, que pasear por el parque bajo la lluvia ya lo hacía con placer antes de que te cruzaras en su camino, que el suelo que antes pisaba sin miedo sigue estando ahí y sigue llevándole a lugares interesantes. Que hasta el momento en que te le apareciste, fantasma gafapasta, ella tenía cogidas las riendas de su vida con firmeza, y que esas riendas siguen al alcance de su mano, y que basta que haga el mínimo intento para que regresen.

Hoy llueve, y Caperucita ha decidido no salir a la calle, pero no está muy segura de si es porque ayer ya se caló los pies y le fastidia tener los pies mojados, o porque te echa de menos y ha decidido hacer huelga de tristeza.

Caperucita a veces es un poco tonta, pero esta tristeza se le pasará. Piensa contar los días como una cuenta atrás expectante, y se hará la interesada cuando le traigas souvenirs de tus viajes, pero en realidad estará más pendiente de tus manos, se beberá cada gesto de tu cara, se alimentará del sonido de tu voz, y se acurrucará en tus abrazos hasta que decidas volver a huir.

Mientras tanto, piensa ir a buscar un rotulador impermeable, grueso y muy negro, y va a delimitar sus bordes con firmeza, pintará la linea de puntos a rayas y esconderá todas las tijeras, se pondrá el impermeable y las botas de agua, y saldrá a la calle, a pisar charcos.

viernes, 19 de febrero de 2010

Imbéciles

Los esqueletos ya no hacen el amor. Se limitan a chocar sus huesos, pelvis contra pelvis, y dejan que la casa retumbe como una escandalosa pandereta.

Todo aristas, a veces tienen la sensación de que el roce de una escápula afilada puede cortarles y hacerles sangrar cuales cerdos.

Han olvidado que no les quedan venas que cortar.

Los sacos de huesos ya no recuerdan cómo llegaron hasta aquí. Se limitan a repetir los movimientos que una vez aprendieron, cuando el choque de sus cuerpos no hacía temblar las paredes como ahora. Los labios encontrándose, los muslos entrelazándose, las manos desplazándose por la espalda no hacen ruido.

Quedaron atrapados, así. Creyeron besarse por primera vez, cuando lo que hacían era sellar la maldita mentira que ahora les ata, les impide separarse el uno del otro. Al principio se reían, entre orgasmo y orgasmo, pero terminaron por olvidar también cómo bromear.

Si a alguien se le hubiera ocurrido preguntar, habrían contestado que eran felices. Un par de modelos anatómicos vacíos habrían afirmado ser el ejemplo absoluto de la felicidad.

Vaya par de imbéciles.

viernes, 12 de febrero de 2010

Cabeza hueca

Ya que te gusta tanto mirarme de cerca, te propongo algo. La próxima vez que me observes, acércate un poco más. No te estoy sugiriendo que mantengas la mirada fija en mí y te aproximes hasta bizquear. Te pido que descubras lo que hay debajo de mi piel.

Como eres un sabelotodo, seguro que ya crees conocer lo que encontrarías, si algun día te tomaras la molestia. Me río de tu soberbia. Estás tan equivocado...

Debajo de mi piel, piensas, encontrarás carne y huesos, sangre y nervios. Conociéndote, un día de borrachera serás capaz de arrancármela sin miramientos, exclamándo alguna barbaridad que sugiera lo mal que estoy de la cabeza y que esto me pasa por tener la boca tan grande. Pero te llevarás un disgusto.

Debajo de mi piel, mi amor, no hay tejidos que valgan. Lo único que mantiene mi forma tridimensional es un cúmulo de pensamientos erróneos y fallos garrafales, que vagaban en un sinsentido hasta que me descubrieron hueca y se instalaron en mí.

Mi mano derecha es un embarazo precipitado. Mi mano izquierda es una boda por la iglesia entre agnósticos. Mis brazos son sendos trabajos vacíos y sin sustancia.

Mi pie izquierdo es un hermano pequeño superior en todo. Mi pie derecho es una media de 5.0 en la universidad. Mis piernas son excusas que sirvieron para dejar de andar.

Mi hígado, una borrachera por venganza. Mis oídos, una canción pop de letra horripilante. Mis ojos, un carrete velado. Mis pulmones, tus cigarrillos. Mi corazón no está. Lo vendí en un mercadillo.

Y mi cabeza...bueno, en mi cabeza no hay nada.

Pero eso ya lo sabías.

sábado, 6 de febrero de 2010

Villar

Me he levantado esta mañana despertando de una pesadilla. Exactamente qué parte era una pesadilla, no estoy segura. Recuerdo a mi profesor de historia del instituto, Villar, el seductor Villar, que cuando me daba clase sonreía como un encantador de colegialas y cuando me hablaba de Revolución y de República me miraba el escote. En mi sueño, estaba sentado delante de mí, y separaba mis rodillas con su pierna. Y yo no intentaba detener el avance. Madre de Dios. Dónde me estoy metiendo.

No es martes, ni es trece, pero hoy voy a tener mala suerte. Mi cabeza se ha levantado con Villar dentro, hablándome de Muerte y de Victoria. Y de pechos redondos como círculos perfectos, de Matisse, del Cubismo, de la linea que termina donde empieza mi camiseta. ¿Y tú, de mayor, qué quieres ser? Me preguntó, la última vez que me habló.

Bióloga, contesté yo. Tenía 16 años, y deseé ser más inteligente, más atractiva, mayor, para poder conquistar a ese hombre que me sonreía de lado cuando le hacía preguntas impertinentes en clase. Creo que fue la primera vez que deseé ser menos yo. La primera vez que me di cuenta de que siendo yo jamás llegaría a ninguna parte.

Villar desapareció de mi vida de la misma forma que lo hicieron los otros profesores de instituto, por inercia. Yo me limité a crecer, y el tiempo me empujó fuera de las paredes de aquel edificio. Pero mi profesor de historia se me aparecía en sueños, sueños que luego era incapaz de recordar, pero de los que me levantaba hiperventilando, con el camisón levantado, encorvándome como si me estuvieran exorcisando. Villar, Villar, Villar... Sólo en mis sueños. Sólo dormida.

Solía levantarme y ducharme con agua fría y apartaba mis manos de mis muslos, autocensurándome. Que crees que haces. En qué demonios estás pensando.

Hoy me ha dado igual.

Julia me llama horas más tarde. ¿Te acuerdas de Villar?, me dice, en algún momento de nuestra conversación. ¿Cómo? El profesor de historia, el del instituto. Ya, ya. Villar, sí, me suena, murmuro. Seré hipócrita. Se ha muerto, tía. 50 años. Durmiendo. No saben cómo ha sido. Cuelgo.

Tres días más tarde, estoy en un entierro. No conozco a la mujer del fallecido, no sabía que tuvieran hijos. No sé que demonios hago aquí. Pero cuando todos se han ido, cuando ya es de noche y ni siquiera veo mis manos en frente de mis ojos, me acerco a la tumba. Hola, Villar. Qué tal estás. Ya, mal. Me he puesto guapa para . Este vestido es mi preferido. Soñé con él, y contigo, una noche. Pensé que te gustaría. Las lágrimas caen feroces por mis mejillas. Villar, háblame de esa estatua de la virgen, la que parece gemir con cára de éxtasis mientras un ángel la atraviesa con una espada. Háblame de la Francia ocupada, háblame de la República, no dejes de hablarme. Me tumbo en la losa fría. Mis manos recorren el interior de mis muslos. Adiós, Villar. Este va por tí.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Ahí te lo dejo

Toda la semana preparando el momento de dárselo. Toda la semana pensando en cómo hacerlo.

¿Envuelto en papel de regalo, para que no sepa lo que es?
Y se lo doy con aire misterioso, para que se ponga nervioso un ratito.

No, mejor, sólo envuelto con un lazo, para que vea lo que es y no se lleve una decepción.
Pero, qué tonterías digo, un lazo, vaya cursilada, seguro que le hago pasar vergüenza con mis ñoñerías...

Bueno, y entonces, ¿Qué? Llevo todo el día preparando la tontería esta, y quiero que sepa que me he esforzado, que lo hago porque me importa, que lo hago para importarle.

Y nada. No sé ni para qué me molesto en darle tantas vueltas a las cosas. Si al final haré como siempre, me acercaré, lo pondré sobre la mesa mientras paso de largo y le diré... "Ahí te lo dejo."
Y caminaré deprisa, dándole la espalda, para que no vea lo colorada que me he puesto.
 
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