sábado, 6 de febrero de 2010

Villar

Me he levantado esta mañana despertando de una pesadilla. Exactamente qué parte era una pesadilla, no estoy segura. Recuerdo a mi profesor de historia del instituto, Villar, el seductor Villar, que cuando me daba clase sonreía como un encantador de colegialas y cuando me hablaba de Revolución y de República me miraba el escote. En mi sueño, estaba sentado delante de mí, y separaba mis rodillas con su pierna. Y yo no intentaba detener el avance. Madre de Dios. Dónde me estoy metiendo.

No es martes, ni es trece, pero hoy voy a tener mala suerte. Mi cabeza se ha levantado con Villar dentro, hablándome de Muerte y de Victoria. Y de pechos redondos como círculos perfectos, de Matisse, del Cubismo, de la linea que termina donde empieza mi camiseta. ¿Y tú, de mayor, qué quieres ser? Me preguntó, la última vez que me habló.

Bióloga, contesté yo. Tenía 16 años, y deseé ser más inteligente, más atractiva, mayor, para poder conquistar a ese hombre que me sonreía de lado cuando le hacía preguntas impertinentes en clase. Creo que fue la primera vez que deseé ser menos yo. La primera vez que me di cuenta de que siendo yo jamás llegaría a ninguna parte.

Villar desapareció de mi vida de la misma forma que lo hicieron los otros profesores de instituto, por inercia. Yo me limité a crecer, y el tiempo me empujó fuera de las paredes de aquel edificio. Pero mi profesor de historia se me aparecía en sueños, sueños que luego era incapaz de recordar, pero de los que me levantaba hiperventilando, con el camisón levantado, encorvándome como si me estuvieran exorcisando. Villar, Villar, Villar... Sólo en mis sueños. Sólo dormida.

Solía levantarme y ducharme con agua fría y apartaba mis manos de mis muslos, autocensurándome. Que crees que haces. En qué demonios estás pensando.

Hoy me ha dado igual.

Julia me llama horas más tarde. ¿Te acuerdas de Villar?, me dice, en algún momento de nuestra conversación. ¿Cómo? El profesor de historia, el del instituto. Ya, ya. Villar, sí, me suena, murmuro. Seré hipócrita. Se ha muerto, tía. 50 años. Durmiendo. No saben cómo ha sido. Cuelgo.

Tres días más tarde, estoy en un entierro. No conozco a la mujer del fallecido, no sabía que tuvieran hijos. No sé que demonios hago aquí. Pero cuando todos se han ido, cuando ya es de noche y ni siquiera veo mis manos en frente de mis ojos, me acerco a la tumba. Hola, Villar. Qué tal estás. Ya, mal. Me he puesto guapa para . Este vestido es mi preferido. Soñé con él, y contigo, una noche. Pensé que te gustaría. Las lágrimas caen feroces por mis mejillas. Villar, háblame de esa estatua de la virgen, la que parece gemir con cára de éxtasis mientras un ángel la atraviesa con una espada. Háblame de la Francia ocupada, háblame de la República, no dejes de hablarme. Me tumbo en la losa fría. Mis manos recorren el interior de mis muslos. Adiós, Villar. Este va por tí.

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