lunes, 30 de mayo de 2011

Medias naranjas.

Eran perfectos el uno para el otro:
Compartían todas las opiniones importantes.
Aspiraban alcanzar un objetivo similar en la vida.
Escuchaban la mísma música.
Leían los mismos autores.
Los dos "amaban" viajar, comer, conversar.
Los dos odiaban la palabra "amar" y jamás la utilizaban para describir sus emociones.
Se miraban el uno al otro y confirmaban su perfección: nadie más sería capaz de valorarme como lo haces tú. (Nunca usaban apelativos cariñosos)

Eran perfectos el uno para el otro:
Yo les habría dado un par de bofetadas.

jueves, 5 de mayo de 2011

Maniquíes (mi casi-primer-premio-literario)

- Las chicas guapas como tú no deberían volverse locas...

Extiende su mano y acaricia la cabeza que tiene enfrente. Entierra sus dedos entre los cabellos sucios, los desliza siguiendo la forma del pequeño cráneo y termina por cerrarlos en una garra, retiene la mata rubia y tira de ella hasta obligar a la chica a extender el cuello y hacer contacto visual. Mientras se entretiene en delimitar con su mirada las cejas, la nariz, los labios perfectos, un pequeño río de sangre se desliza por la comisura de la boca de ella, y cuando él suelta su risa cruel, la comisura se contrae y el resto de la cara se desdibuja en un símbolo de interrogación.

*

Adriana es preciosa, punto. Ojos grandes, pelo largo y sedoso, cuerpo delgado y piernas largas, sonríe con delicadeza y se desplaza por este mundo como si caminara por una pasarela, con soltura, delante de miles de flashes invisibles. Adriana no es muy lista, pero es amable como lo es aquella persona que nunca ha tenido opiniones, que nunca ha sentido indignación ni angustia, alguien que no entiende lo que es el sufrimiento.

- Acércate – Le dice Mateo, mientras extiende la mano para que ella se la coja. – Todo va a salir bien, ya verás.

Adriana no está tan segura. No tiene muy claro por qué está aquí, lo único que entiende es que Mateo quiere que se quede, y Adriana hará todo lo que Mateo le pida, Adriana confía en Mateo.

Cuando las manos entran en contacto se abre la puerta de la oficina y entra un hombre gordo y dos mujeres muy delgadas. Adriana las ve y piensa en jirafas y le pregunta a Mateo si la llevará a África a ver jirafas después de terminar aquí. Mateo sonríe dulcemente pero no contesta, mientras las jirafas se miran entre ellas con aire interrogativo y el hombre gordo pone cara de asco.

Adriana no es capaz de percibirlo pero al hombre gordo todo esto le desagrada en un grado imposible de medir, si no fuera porque espera que todo este proceso les monte en el oro a él y a Mateo no se habría ni molestado en venir. Pero tal y como están las cosas quiere asegurarse de que todo sale según lo previsto, ya no confía en Mateo y tomando las riendas de la situación urge a las dos jirafas a comenzar de inmediato.

Las jirafas actúan sin piedad, prácticamente arrancan la ropa de una Adriana pasiva y la dejan desnuda delante de Mateo y el hombre gordo, que se ha sentado en una silla que amenaza derrumbe y ha encendido un cigarrillo sin prestar más atención a lo que pasa a unos centímetros de él, aspira y espira el humo sin pausa y lo dirige sin piedad hacia la cara de Mateo, que a pesar de lo molesto que le resulta el olor y la falta de oxígeno no separa ni un segundo los ojos de la carne temblorosa que se va mostrando a trompicones ante él. Cintas medidoras se desenrollan y se pegan a la piel de Adriana, que suelta pequeños grititos de vez en cuando, la cinta está fría al contacto con la piel. Una jirafa aprieta la cinta de metal contra la piel virgen de Adriana, mide, expulsa el número como un escupitajo, otra jirafa rasga el papel con el bolígrafo, la primera suelta la cinta con brusquedad y la desliza sin querer por el cuerpo blanco, cortando su superficie, el cuerpo blanco se cubre de rojo, Adriana aúlla.

Mateo se acerca a sacudidas a Adriana pero las jirafas ya han guardado las cintas y los folios y los bolígrafos y se giran hacia el hombre gordo, que pisa la ropa de Adriana al levantarse de la silla y abre la puerta para que salgan. Adriana no hace ademán de taparse, no hace ademán de detener la sangre que gotea hasta el suelo, pero cuando ve a Mateo acercarse, mientras la puerta se cierra detrás del hombre gordo, extiende los brazos y deja caer la cabeza sobre su hombro.

*

En la calle, la gente no se fija en tu color de ojos. Cuando rebuscas entre la basura intentando encontrar un trozo de cartón lo suficientemente grande como para aislar tu cuerpo del frío del suelo, el resto de la humanidad pierde el interés en la forma de tu cara, en la armonía de tus facciones, en la posible belleza que se esconde entre la maraña de harapos que cubre tu cuerpo y tu cabeza.

Pero, Adriana, a ti no te disgusta ser invisible. Cuando dentro de tu cabeza se suelta el cable que mantiene tu cordura encendida, que los demás sean incapaz de verla te resulta más una bendición que un castigo. Si ya sin ayuda de nadie te sientes perseguida, que los otros encuentren un motivo para fijar en ti la mirada se te antoja terrorífico.

A veces consigues que tu cerebro haga conexión, a veces tus pasos dejan de ser erráticos y consigues que obedezcan a algún propósito. A veces, te acercas a esos cristales y ves a las otras Adrianas, los maniquíes hechos a tu medida, vestidas todas de formas distintas y con los ojos en blanco, estáticas y frágiles, todas y ninguna tú. Acaricias la barrera invisible y apoyas tu frente contra ella, y pasas horas observándolas y esperando que alguna se mueva, estás convencida que si pudieras tocarlas cobrarían vida y harían lo que tú quisieras. Pero eso también te da miedo, y huyes y te escondes.

Pero esta vez alguien se ha dado cuenta de que estabas ahí y te ha reconocido, y esta vez no hay salida, Adriana, esta vez el hombre gordo se va a asegurar de que Mateo haga lo que tiene que hacer.

*

Te alegras de ver a Mateo.

Tu mente licuada ha olvidado que aquel día no te ayudó a colocarte la ropa. Metió los dedos en tu herida y tiró de sus límites para abrirla, sonrió mientras te oía aullar, te golpeó y te arrastró a un callejón esperando que murieras, sabiendo que si llegabas a recuperarte no serías capaz de explicarte, sabiendo que a nadie le importa el destino de una vagabunda enferma, habiéndote encontrado viviendo en la calle él mismo, utilizando tus formas perfectas y luego deshaciéndose de ti.

Pero Mateo ha vuelto a por ti, y sabiéndote animal agita la comida delante de tu cara, y siendo un animal te lanzas a por ella.

- Las chicas guapas como tú no deberían volverse locas... – dice, mientras engulles la comida.

Extiende su mano y acaricia tu cabeza. Entierra sus dedos entre tus cabellos sucios, los desliza siguiendo la forma de tu pequeño cráneo y termina por cerrarlos en una garra, retiene la mata rubia y tira de ella hasta obligarte a extender el cuello y hacer contacto visual. Mientras se entretiene en delimitar con su mirada las cejas, la nariz, los labios perfectos, te clava el cuchillo entre las costillas, justo en el corazón, y un pequeño río de sangre se desliza por la comisura de tu boca, y cuando él suelta su risa cruel, la comisura se contrae y el resto de tu cara se desdibuja en un símbolo de interrogación, y todo se vuelve negro.

 
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